Somos lo que nos llueve

Somos lo que nos llueve


Lloviendo zapatos

Aquel día la bola del mundo se levantó justiciera,

dio un giro de ciento ochenta grados

y frenó en seco.

La mitad del mundo quedó boca abajo,

los zapatos volaron de sus pies

para calzar a la otra mitad,

que anduvo siempre descalza.

Fue una sorpresa para todos,

en muchos casos el número de pie no coincidió,

tampoco la época del año.

A un esquimal

le cayeron unas sandalias de verano con tacón,

y en un poblado de África

llovió un batallón de botas de nieve.

Aun así,

en la mitad del mundo descalzo

reinó el entusiasmo,

alguien se había acordado de ellos.

La otra mitad, en cambio,

se sintió perdida y humillada.

Sin zapatos no sabían avanzar,

el suelo era peligroso.

Enloquecieron de rabia,

quienes ahora llevaban sus zapatos

no eran más que salvajes y no los necesitaban,

tenían los pies curtidos desde siempre.

La bola del mundo,

viendo que no entendieron el mensaje,

les sugirió una postura salomónica:

si no podían vivir sin zapatos un solo día,

siempre podrían cortarse los pies.


Lloviendo diferencias

Aquella gallina había nacido sin plumas.

¿Y qué…? Si cacareaba como una soprano

y ponía hermosos huevos

como el resto.

¿Y qué…? Si nunca, pese al frío y sin abrigo,

se quejó del invierno.

¿Y qué…? Si distinguía a la perfección

la paja del grano

como el resto.

¿Y qué y por qué?

habría de saber álgebra,

y leído el Quijote,

¿Y qué y por qué?

su falta de plumaje

la obligaba

a tener que poner huevos de oro.


Lloviendo absurdo

Doscientos euros

por dos gotitas de chanel

que no calman la sed,

ni riegan huertos,

ni lavan ropa,

ni te duchan,

y hasta puede

que te produzcan urticaria.

Por no más de dos euros

una garrafa

de cinco litros de agua

dando vida.

Mirada ciega

por el empeño

de una catarata malvada

viajando

en busca de ojos lejanos,

entre pobreza

donde no llega el bisturí.

Al otro lado,

tumbadas en confort,

patas de gallo

buscando juventud eterna

entre colágeno.

Barrigas de tonel

hinchadas de comida,

barrigas descalzas

hinchadas de hambre.

Un día cazando ciervos,

al siguiente,

llevando una pancarta pacifista.


Lloviendo orgullo de torrija

Esa era yo: una torrija sobre la bandeja,

arrinconada en una esquina

de aquel escaparate goloso,

como un dulce anticuado,

junto al pepito de chocolate,

la bamba de nata y la milhojas.

Y luego estaban ellas: las tartas estrellas,

situadas en primera fila del escaparate,

luciendo altivas,

azucaradas,

en fragancias de falsa naturalidad.

La más solicitada: la de tiramisú,

mirando siempre por encima del hombro,

presumiendo de queso mascarpone,

como si no hubiera un mañana,

y de ese aroma

a caballo entre café y cacao.

A su derecha estaba la Sant Honoré,

convencida de ser la “crème”

de la elegancia parisina,

envuelta en nata

alrededor de una corona de profiteroles.

Al otro lado la tarta de zanahoria,

con menos humos

pero con una dosis extra de insistencia

en “soy sana, sanísima”.

Los clientes las señalaban con el dedo

tras el cristal del escaparate

y ellas se erguían orgullosas

mostrando su mejor perfil.

Yo notaba cómo se mofaban,

mirándome con burla,

tarareando aquella antigua canción

que tenía una letra con muy mala leche:

♫♪ Chincha rabiña

que tengo una piña con muchos piñones

y tú no los comes… ♫♪ ♫

Ya me había resignado a ser dulce antigualla

cuando, sin esperarlo,

llegó la hora de la venganza.

Fue un día de abril entre tambores de saeta.

El dueño del obrador retiró las tartas engreídas

de aquel sitio privilegiado del escaparate

y me colocó a mí,

una simple torrija, en su lugar.

Reposaba empapada y lustrosa

sobre una bandeja nueva

forrada de puntillas blancas.

Una lágrima de leche azucarada

tembló emocionada en mi mejilla.

Ahora era yo

quien parecía un paso de Semana Santa

aunque por dentro

bullía borracha de júbilo y canela.

Aquel momento de delirio explosivo

compensaba todo mi sufrimiento.

Habría querido compartir el pódium

con el pepito de chocolate,

la bamba de nata y la milhojas

pero no pudo ser,

aunque intuí que lejos del rencor,

desde aquella repisa escondida,

sentían mi triunfo como propio,

sabiendo que por fin uno de nosotros,

aquellos dulces olvidados,

conseguía ascender

a la primera fila del escaparate.

Las tartas, venidas a menos,

mordían de rabia.

La de tiramisú

cambió el color, roja de cólera;

a la Sant Honoré

le reventaron dos profiteroles;

y a la de zanahoria

le brotaron manchas de picadura por el cuerpo

y más que sana parecía infectada.

Murmuraban “no se merece ese lugar,

no es más que un trozo de pan frito

remojado en leche,

una torrija, vulgar hasta en el nombre”.

Pero me daba igual lo que dijeran.

Cuando la gente se arremolinó en el obrador

y escuché a los clientes repetir mi nombre

mientras me señalaban con el dedo,

volví la cara erguida hacia las tartas

y, con mucha más afinación que ellas,

tarareé aquella canción:

♫♪ Chincha rabiña que tengo una piña… ♪♫

Desde el rincón de la repisa de abajo

escuché como el pepito de chocolate,

la bamba de nata y la milhojas, tocaban las palmas.

Me vine arriba,

tiré del forro de volantes con puntilla sobre el que reposaba

y lo enrollé en mi cuerpo

marcándome una sevillana sobre la bandeja.


Lloviendo realidad

No sé en qué instante

mi barquito de corcho

dentro de la botella

se convirtió en patera.

Ni en qué momento

mi ansia por la merienda

de pan con chocolate

dejó de ser el hambre.

Qué seis de enero

mis zapatos quedaron dentro

o cuándo el dinero

dejó de ser dulces y caramelos

y en la barriga del lobo

Caperucita y su abuelita

aparecieron muertas.

Sigo ignorando cuándo

pero yo estaba allí

comprobando el engaño,

viendo como los indios

dejaban de ser malos

y buenos los soldados.

El mundo ya no era

mi bola de mapas,

mi príncipe azul

se convertía en vasallo

y el mar de bronceadores

ahogaba pescadores

mientras yo lo observaba

sin poder hacer nada,

paralizadas las piernas,

en una un calcetín,

en la otra una media.


Lloviendo sol a bajo cero

El frío abraza la ciudad.

En gris marengo

el cielo ha desteñido

y un viento retador

con el café de la mañana

ha conseguido andares borracheros.

Hoy fuera es invierno,

primavera para unos pocos;

el análisis ha dado negativo,

le entregaron las llaves de su casa,

ella no estaba entre los fallecidos,

nació su hijo,

y le llamaron para aquel trabajo.

A bajo cero,

hoy es primavera para ellos.


Lloviendo infancia

Fundidos en una interminable piruleta,

el mundo y yo girando

a lomos de un caballito de feria.

Jugando al escondite,

un día me abandonó

llevándose mis trenzas.

Tras esta piel de paloluz

he seguido creciendo,

entre kleenes y cascabeles,

en esta cárcel que encierra mi ADN,

ebria de sentimientos,

a veces plena, a veces hueca.

De nuevo llevo trenzas,

crecieron hacia dentro,

las uso de liana

viajando por mi cuerpo,

calmando ausencias,

buscando nuevas sendas.


Lloviendo vejez

Lo ha denunciado en comisaría

y en vez de hacerle caso,

dicen que tome las pastillas.

Hay unos desalmados

que siguen la pista al Sintasol

y atacan sin piedad todas las casas

que huelen a rancio y a polilla.

Ha puesto suelo de plaqueta,

y tirado el encaje de bolillo,

las perlas, el tresillo

y hasta el pañito de ganchillo

sobre el que reposaba

con la bata de cola su bailarina.

También cambió la imagen

de anciana desvalida

por otra más moderna

y menos recatada.

El Sintasol solo es su pista,

es a ellos a quienes buscan.

Ahora su casa es PVC

y ella bisutería

pero ya no la siguen,

ojalá de por vida.

Vio cómo dejaban a sus víctimas

esos tres maleantes

que la venían siguiendo a todas partes.

Lo ha denunciado en comisaría

y en vez de hacerle caso,

dicen que tome las pastillas.

¡Si hasta los ha descrito!

Uno es grande y seboso,

Colesterol, oyó que lo llamaban,

al otro, huesudo lánguido y enjuto,

le dicen el Reuma,

y la tercera, una chica muy alta

que se llama Tensión.

¿Por qué no los atrapan?


Lloviendo caracoles

En aquella pequeña ciudad del norte,

vestida de pradera,

comenzaron a llover caracoles.

Si la lluvia era flaca,

los caracoles

caían diminutos como guisantes;

por el contrario,

cuando se desplomaba tórrida,

descendían gordos como pelotas,

rebotando en el suelo,

a menudo rompiéndose los cuernos

o repartiendo chichones y cardenales

entre el vecindario.

La gente del lugar

se acostumbró a tenerlos

enredados entre el pelo,

en el bolsillo del abrigo,

en los calcetines

o colgando de una ceja.

Los más babosos

se adosaban al canalillo de las mujeres

o buscaban cobijo en los testículos,

según inclinaciones.

Ya ni siquiera se molestaban

en quitárselos de encima.

Poco a poco, el paisaje se tapizó de conchas,

moviéndose a ritmo de parsimonia.

El vecindario, empachado de lentitud,

abandonó las prisas.

Los relojes se contagiaron de calma,

el cuerpo entero se fue adaptando a la pereza.

No se sabe si fue la dieta de la lechuga,

pero a los vecinos moluscos más sensibles

les brotaron tentáculos en la cabeza

y una chepa de conchas

se adosó a sus espaldas con desgana.

Desaparecieron gritos y riñas,

la ciudad de los caracoles

enlenteció de calma y de mudez.

Al mediodía deshabitaban las casas,

comenzando la lenta marcha

en hilera hacía el prado

para llegar a tiempo y dormir

sobre la hierba húmeda,

al amparo de la luna y el karma.

En poco tiempo

las diferencias entre caracoles

y vecinos moluscos

apenas fueron perceptibles.

De vez en cuando

les delataba algún pendiente olvidadizo

colgando de un tentáculo.

Eran caracoles felices,

babeando felicidad.

La dicha se hizo fértil

y el eco de tanta baba gozosa

traspasó fronteras.

Las ciudades vecinas,

atufadas de progreso,

tenían antojo de pradera.

Ansiaban ser moluscos dichosos

pero no les llovían caracoles,

sino agua de asfalto

con sabor amargo.

Rabiosas, planearon su venganza.

Si no podían ser felices caracoles,

inundarían con tanques de agua la pradera.

Dormían con placidez sobre la hierba

cuando les dispararon a bocajarro

litros de agua envidiosa.

Habían llegado con la lluvia,

pero aquellos caracoles no sabían nadar.

En el cementerio de conchas, entre el lodo,

un cuerno mortecino adornado con un pendiente,

asomaba incrédulo.

Pasado un tiempo, no muy lejos de allí,

comenzaron a llover caracoles con flotador.

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