De tanto aferrarse a la nebulosa de lo impronunciable, las palabras se vuelven vómito. Impiden el paso de todo lo que fluía antes, de las palabras correctas. Se vuelven, de pronto, vidrios estrellados, y caen sobre heridas que no son suyas.
Son palabras volcánicas que se regurgitan para convertir al mundo en vastos territorios de piedras negras, congeladas en furia inerte. Náuseas necias, que los días escupen al balde del alma, dejando un olor espiral que de pronto te toma, te eleva cual trofeo para girar en su locura de inercias y caídas que te llenan de nuevo la garganta del líquido fétido de palabra que no se entrega.
Y en un intento por salvarte de la asfixia, te golpeas contra las paredes de la lengua, de la lingüística, de los símbolos compartidos. Y crees que haces poesía, aunque en realidad estés luchando, y con las uñas te desgarres la garganta,hasta liberarla del vomito impronunciable… El resultado nunca es reparador.
El poema nunca es alivio, es solo diálogo con la parte muda de las cosas y de ti mismo, que se retuerce, hecha charcos hondos de sangre sobre la que agonizan cosas, partes tuyas irreconocibles.
Qué triste es escribir poesía sagrada, horror de puros y minimalistas, que dibujan sus almas con trazos firmes y elegantes, con colores lisos y sedosos, mansos en la ira, en el deseo.
La poesía transgrede y agrede los horizontes limpios; llega cual nube de cenizas, relámpagos, caos, derrumbes, allí a donde la anestesia lustraba senderos; embarnecía puentes; inauguraba sonrisas vueltas estatuas. Ahí llega la poesía, a la cabeza del apocalipsis, con melena de palabras retorcidas, alargadas, torturadas.
En el mundo donde el silencio es refugio y las palabras son asépticas, la poesía es amenaza. Dejó de lado sus alas doradas y líricas. Se masticó a sí misma, se mordió los labios hasta tragarlos. Se negó siete veces, y se convirtió en demonio, en el vómito de una sociedad atragantada.
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