Pareciera que lo haces sin sentido, como un robot, metódicamente. Te levantas todos los días a la misma hora. Lo que inicia tu despertar son los ruidos de algunos coches que van rompiendo el silencio de la noche. Lo que al final te marca el límite del disfrutar tu cama y la respiración serena de tu esposa, es la alarma de la reversa del camión de basura.

Tratas de no hacer ruido, deslizándote a la cocina a preparar tu primer café del día. Irremediablemente el aroma despierta a tu mujer, quien trunca la tranquilidad que tanto aprecias por las mañanas, y te sientas junto a la pequeña ventana por donde pasa la poca luz que entra a ese cuarto de tu casa.

Mientras te afeitas, todos los días te miras, te quedas un rato observándote al espejo, como queriendo retenerte, como no permitiéndote huir. A diario te sorprenden tus ojos hundidos, observas tu tez morena, tus brazos delgados, tus costillas que se dejan asomar y abrazan tu vientre plano, ese vientre que pareciera padece hambre.

Entras a la regadera gozando de ese rato que te queda todavía para ti, en silencio. En paz contigo mismo.

Cuando sales del baño, el encanto se convierte en otra realidad pasmante, tu señora ya no respira serena, está agitada mientras prepara el desayuno, alza la cocina, regaña a los muchachos. Los muchachos que refunfuñan, que se quejan, que tiran, que pelean, y tienes que acarrearlos a partir pronto para que no se les haga tarde, para que lleguen a la escuela, para que estudien, se preparen y logren ser algo más que tú, como les dice tu esposa.

¡Alonso!, te dice tu mujer, ¡Alonso!, tu desayuno está listo. ¡Se te va enfriar! Debes abrir a tiempo, recuerda que siempre llega la gente desde temprano. Y le respondes, ¡ya voy!, con tu voz gruesa y baja.

Como si no lo supieras y no fueras tan preciso, tan exacto en preparar la apertura de tu zapatería. Como si no fueras lo suficientemente ordenado en tus herramientas, en tener el aparador limpio, las entregas señaladas a la perfección y acomodadas en el estante correcto.

Como si no repasaras los trabajos pendientes del día e inclusive del día de mañana y de pasado mañana, sin importarte si vienen o no a recoger lo que te han dejado para reparar.

Como si no tuvieras cortadas las piezas de cuero, listo el betún para abrillantar los calzados.

Como si la tarde anterior, cuando te quedaste a solas, cuando guardaste el anuncio: “Se reparan zapatos», no hubieses estado martillando para acomodar la piel en el zapato, excavando las suelas para fijar las costuras, perfilando los tacones, untando el betún de las entregas, abrillantando y cepillando, y cepillando por varios minutos, minuciosamente, cada zapato, cada orilla, cada tacón.

Esta noche, al volver del trabajo, te sorprende la pregunta directa de tu hijo, el pequeño, que siempre juega solo, en silencio, con rompecabezas, legos, su compás, su portador y con sus libros. Este hijo tuyo con quien casi nunca entablas comunicación, aunque te embebas cuando lo contemplas.

¿Por qué estás tanto tiempo abajo papá? ¿Por qué no subes cuando cierras?

Te quedas boquiabierto, se te sume el estómago, te angustias. ¿Acaso tienes la respuesta? Solo sabes contestarle que encuentras placer en ello en el estar rodeado de tus herramientas, tus zapatos, porque los sientes tuyos, los feos, los viejos o nuevos, los baratos o finos, los que huelen mal, los que no huelen. Porque te gusta el silencio y la cotidianidad de ello. Y también le respondes con otra pregunta:

¿Y tú por qué no vienes y platicas por las noches, cuando terminas tus tareas, y prefieres estar metido en tus juguetes?

Tu hijo voltea y te sonríe, con la sonrisa que llevas tiempo esperando y te hace erguir, tranquilo y orgulloso.

FIN

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