El incesante traqueteo abarcaba todo el paisaje, desde el pequeño riachuelo que se asomaba entre los matorrales al este hasta la frondosidad de los pinos que eclipsaban la llanura por la que empezaba a esconderse el sol. El sonido se adueñaba de todo a su paso, marcando el ritmo de una tarde de otoño en la que por fin él regresaba a casa. Se forjaba en las vías de acero y se fundía en el ambiente sin poder evitar ser escuchado.

Después de varias reuniones, apretones de mano y sonrisas forzadas, podía despedirse de Sofía y regresar a casa. Sin antes redactar los informes pertinentes en su despacho, desocupado durante dos interminables semanas. Por fin se volvería a sentar al escritorio de caoba, por encima de la ajetreada ciudad que quedaba a sus pies. Aún así, aquella sensación de dominio mezclada con un éxito embriagador al verse ahí era incomparable con lo que llegó a experimentar en el interior de aquel vagón. Ese pequeño orgasmo que nacía no es sus genitales, sino en su cabeza y acababa bañando todo su cuerpo de igual forma que el whisky ingerido durante el trayecto de ese tren cuyo movimiento era incesante.

Pasó su mano por el engominado matorral de cabello negro como para cerciorarse de que aún seguía intacto. Por su frente podían verse diminutas gotas que impregnaron su flequillo. Su mirada, perdida, seguía el camino de las vías contiguas. Y en su mente, nada, al fin. Tan sólo se filtraba el ininterrumpido golpeteo de las agujas del Rolex ahora más cerca de sus oídos. Como si de un despertador se tratara, devolvió la vida a un inerte cerebro hasta ahora evaporado. Lo había logrado, quizá fuera la firma con más valor hasta la fecha y el esfuerzo había valido la pena. En su sonrisa se podía casi intuir la cifra que habían acordado. Era importante, y así se sentía tras cerrar esta clase de contratos que le daban prestigio a su propia empresa.


El café era amargo, más de lo habitual, y el color que le daban los fluorescentes de la sala hacían imposible querer tomar siquiera una gota, pero ahí estaba de nuevo manchando sus labios con éste. Se encendió un cigarrillo mientras intentaba evadirse de nuevo, así el día sería más corto y llevadero. Suspiró. Dio un par de caladas y a la tercera ya volvía a estar a miles de millas de aquella prisión.


La caja de sonidos seguía emitiendo sus efectos y distorsiones pero, lo más importante, era el martilleo de una base repetida por enésima vez con la misma intensidad de siempre, era como vivir un continuo déjà vu en mitad de una sala a oscuras visitada por un centenar de cuerpos desinhibidos por el alcohol y empapados en sudor. No sólo el golpeteo reinaba la sala, él estaba por encima de todo, en la tarima de siempre, con los mismos auriculares y la misma camiseta de tirantes húmeda y desgastada que vestía en las grandes ocasiones como ésta. Brazos en alto y una sensación indescriptible de euforia y alegría. Y es que su trabajo consistía en eso, alegrar y emocionar a los que entraban en su casa para emborracharse con su estilo y técnica. Era único en lo que hacía. Pinchaba como ninguno y, además, su carácter atraía a masas allá donde su música sonaba. Soñaba con no despertar de ese trabajo de ensueño.


Hizo un casi imperceptible amago de apagarse, pero siguió iluminando el café que seguía sosteniendo en la mano, del cual bebió al volver de su viaje. El foco de luz le hizo regresar espontáneamente, y ahora la única música que sonaba nacía en su antiguo walkman y moría en sus tímpanos sin llegar siquiera a procesarse en su interior.

El reloj seguía con su arduo trabajo en lo alto de una de las paredes, aunque no parecía querer avanzar. Aún eran las cinco y quedaban muchas piezas por encajar y situaciones que imaginar. Sonó la alarma, tenía que volver a su puesto. Dejó el vaso de plástico en una papelera que había junto a una fregona apoyada contra la pared y volvió a su pesada labor.

De los dieciséis a los treinta, su vida podría resumirse en apenas unos deprimentes sonidos que le acompañaron en su rutina diaria. El primero de ellos era el más delicado, un ligero y agudo gatillo de seguridad que daba paso al siguiente, éste era más grave pero no tanto como el tercero, que era el más prolongado y molesto. El tercero era un golpe seco y ensordecedor, el más estremecedor de todos. Después, sacaba la pieza con unos guantes mientras sonaba, ligeramente, una cadena, y así empezaba de nuevo el mismo compás una y otra vez, al igual que en las otras máquinas que atestaban aquel mugriento taller en el que perdía la vida lentamente. Solamente esperaba que sonara el único tono que le despertaba de aquella pesadilla, el timbre de las ocho.

Entre esas cuatro paredes el mundo se venía abajo. Su vida era un fracaso y él era una pieza más en un inmenso y complejo mecanismo, al igual que la máquina que controlaba, pero ¿quién a quién? Y entre golpes y hierros deformándose, lo único realmente importante y vivo era su imaginación, que le evadía de un inmundo hogar del cual escapaba gracias a esos hipnóticos sonidos que, de igual manera, le consumían. Tantas oportunidades perdidas, tan malas decisiones para acabar encerrado en una cárcel de metal pensando en todo lo que pudo llegar a ser pero no fue, ni será, no al menos fuera de ahí.


Esta vez, el desalentador tridente pasó a ser el eco de una vieja máquina de escribir, y él, el escritor que siempre quiso ser, consagrando su primera obra literaria, sentado delante de un escritorio en penumbra, con el humo de un cigarro bailando frente a él, repasando todo cuanto había escrito y tras el último tintineo del carro escribiría, al fin, fin.


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