Mientras los búhos tocaban
las cuerdas del insomnio nocturno
y las liebres abandonaban
sus laberintos de la tierra
para curiosear el mundo de superficie,
mientras los gatos salvajes
con sus joyosas miradas
atravesaban la oscura tercera dimensión
para detectar movimientos
que rompían la magia,
mientras un perro callejero
sin tristeza ni cansancio
paseaba disfrutando
su libertad paso a paso,
dejando detrás su cola pomposa,
mientras las ranas decían
que ¡sí! aún existían
en un embalse viejo
de aquella escuela vieja,
mientras los arboles escondían a
los pajarillos diurnos
dormir sin miedo de que venga don Gato,
mientras allí a lo lejos,
en esa inmensa inmnesidad
ante mis propios ojos
no me importaba si el Saturno
tenía más anillos que yo,
que si la estrella era más vieja,
o que si la luna tenía más caras,
o que si el sol en el otro lado
brillaba igual de fuerte
que mi alma ante una preciosidad
de una noche a través de mi balcón
desde la tercera planta de mi piso
que se caía a pedazos poco a poco,
aunque era más acogedor
que aquella casa lujosa
de aquel corbata empresarial
unos pocos metros más allá de la mía e
intentando robar a mis vistas,
a las que ver él ni tendría tiempo,
mientras admiraba mi alrededor
– tan hermoso y frágil, –
yo sabía que el turno de noche
era perfecto para trabajar,
y aunque no tuviera
nada sensato que escribir,
decidiría convertirme
en un escritor insensato,
ya que las plumas locas
son las mejores de todos modos.
Se quitó sus gafas, se lavó la cara con el aire, se sentó en su sillón, sintiendo un cansancio adorable por todo el cuerpo y mente. Pensó: es duro ser un escritor, reconócelo, viejo Horacio, mañana me van a disparar con las preguntas por qué esto y no lo otro como siempre. Por eso lo adoro. Adoro este trabajo. Adoro mis turnos de noche. No importa que digan los demás. Que disparen. Así me siento vivo…
Cogió su lapíz y escribió con un elegante movimiento: “confesiones nocturnas”.
– ¿Vienes a dormir ya, viejo tonto? Mañana madrugo y la luz me molesta, por dios, que incomprensible, con sus inspiraciones otra vez.. ¡Será posible! – Se quejaba la mujer de Horacio, en su camisa de noche y con su pelo negro suelto, descalza mirándole con su perfecta ignorancia, que cada vez le recordaba a Horacio ese perfecto fracaso al que tanto amaba.
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