Esta mañana pensaba en la presumida de Magda. Miraba los maniquís del Centro Comercial imaginando lo bien que me sentaría la blusilla sobre el ombligo, la falda ampona, los tacones altos y claros. Tendría que trabajar tres meses para comprarme el atuendo completo y tengo la certeza de que, aun consiguiéndolo, seguiría luciendo pobre. Magda no, a ella le sobran cosas: dinero, automóvil, vestidos, el amor de Gabriel, un padre rico… el mío no sólo era pobre, sino viejo y ciego: ahora está muerto.
Por otro lado, mi madre, aunque sí se hace las uñas en el salón, trabaja cobrando boletitos de estacionamiento, quemándose los brazos a través de la ventana de una caseta insolada por donde alcanza el dinero de los clientes. Tiene los pies como rocas. No quiere hacer el amor con sus amantes por miedo a que los sientan y la desprecien. La primera vez que nos acostamos juntos, Gabriel pasó su mano por mis pies y aunque ninguno dijo nada, asumí que no eran tan suaves como los de Magda. Hubiera preferido no tener talones a que se diera cuenta.
La adora. Anoche, con una mano sobre mi nalga, volvió a decirme que la extraña. Mientras hablaba pensé en los zapatos viejos que me esperaban a un lado de la cama del motel, en la falda rota que también estaba en el suelo, en el brassier que no me puse por ser indigno de verse y culpé, inútil y también irrazonablemente, a la diferencia entre fortunas de que no sintiera amor por mí. El dinero lo abrillanta todo, pensé: a mí apenas me alcanza para que me quiera, se necesita mucho oro para ser adorada.
Enojada, estuve a punto de decirle, palabra por palabra, lo que, según sé, dijo Magda sobre él: «volver con Gabriel sería como comerme mi propio vómito». Sin embargo me callé. Me las tomé con un trago de envidia y otro de honesto cariño que me hizo vomitar, de verdad, en la mañana. Esas palabras son cuchillos que no pienso clavarle yo, que lo quiero tanto. Los llevo en mis bolsillos y tengo la esperanza de que se me caigan camino al Centro Comercial, donde pienso comprarme, para empezar, la blusilla al ombligo. Esta noche lo veré otra vez y espero, mi querida tarjeta de crédito, que me la mencione menos.
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