PSICOTERRORIZACIÓN

PSICOTERRORIZACIÓN

Karim Alí

06/06/2017

Cuando salgo de mi domicilio, sobre las siete de la mañana, siento una especie de mano eléctrica enervándome en el estómago. Me dirijo a la casa de putas, apodo que recibe mi profesión —acuñado desde hace generaciones— por aquellos trabajadores que padecen los entresijos de este currelo. Mientras camino, retumba en mi mente la conversación que el día anterior tuve con el especialista que visito una vez por semana. Así llevo años. De loquero en loquero, debido al caos perturbador en el que vivo. Quizás me ayuden. Aunque ya dejé de creer en el animal humano.

Sesión en la consulta del Dr. Ramírez (psiquiatra)

—Tienes un trauma. Partimos de la base que tu mente es hipocondríaca. Y ante una situación como la que estás experimentado las antenas mentales —el doctor acompañaba esta expresión con un gesto de comillas— se disparan. Te vas a tomar Seroquel 100 mg (1-0-1). Ya me contarás si notas mejorías.

3ª consulta con D. Alfredo Luque (psicólogo)

—Piensas que todo el mundo conspira contra ti. E incluso si un vecino te dijera que conoce a alguien de tu mismo trabajo, das por hecho que el supuesto compañero le comentará muchas cosas negativas sobre ti. A esto se le denomina transitividad. Aseguras que, a tus espaldas, algunos colegas te etiquetan de maricón. Y la fama, según tu criterio, se incrementa cuando llega alguien nuevo. Automáticamente estás convencido de que dirán: tú eres el mariquita. También afirmas que te tachan de loco. ¿Eres homosexual, Carlos?

—No. Rotundamente no. Mi rebeldía me habría hecho salir del armario.

—¿Has estado alguna vez con un hombre?

—Nunca. Me gustan únicamente las mujeres.

—¿Sueles ver películas porno de gays?

—Jamás. Solo heterosexuales, por las tías buenas que salen…

—¿Cuando vas con un amigo por la calle rodeas tu brazo encima de sus hombros en un gesto de afecto?

—Soy de los que dan un apretón cuando no veo a alguien durante mucho tiempo y ya está.

—¿Crees que estás loco?

—En absoluto. Hablo, escribo y me comporto de manera sensata. Sin embargo, cuando voy a algún lugar concurrido, pienso que la gente me considera un chiflado. De ahí mi desapego hacia la sociedad. Sé que tengo mis paranoias en la azotea. Yo le llamo la nube. Pasa por mi cabeza, descarga la tormenta y la percepción que tengo de la realidad es bastante jodida. Sufro, me agobio y desespero. Un poco de tranquilidad y vuelta a empezar.

Personas tóxicas, cerebro y vida dañadas

Contratado de Correos. En una ventanilla. Con escasa ayuda. Ya que somos tan solo seis o siete gatos y la única oficina para una población de más de noventa mil habitantes, la tensión vahea cuchillos. Mi tarea es la de entregar casi toda clase de envíos postales al público que aguarda en la cola ansioso por recoger cartas, paquetes, burofaxes, etcétera, etcétera. Al mismo tiempo que debo informatizar, clasificar y colocar en los respectivos casilleros los numerosos certificados que no pudieron repartir los carteros en sus secciones. Pero eso lo llevo bien. Lo que me atraviesa la costilla es la maldita actitud de algunos colegas que me han tocado en desdicha. Si hago incorrectamente mis funciones, malo. Si lo hago bien —como es lo habitual— malo también. Ni viven ni dejan de vivir. ¿Que hay que ganarse el respeto? ¿Acaso apechugar con los incontables clientes y cumplir con mis funciones y objetivos no es merecimiento de una medalla al respeto? Ni siquiera tienen educación ¿Cómo se atreven a decir que hay que ganarse el puñetero respeto? No hablo mal de nadie. Lo que mis ojos, oídos ven y escuchan están sellados. No me interesa la vida privada de ninguna persona. Me considero un hombre extrovertido, simpático, culto, buena gente y defensor de la fraternidad laboral.

No se imaginan lo que es estar trabajando cara a cara con la gente y sentir cómo un hijo o hija de la grandísima puta hace gestos de burlas por detrás anulándome como persona. Me paralizo. Mis ojos no lo ven, pero mi intuición lo hace de forma nítida. Me quedo en silencio, estático, a la vez que un péndulo de amargura va cayendo desde el corazón hasta los pies. Sonrío por desesperación. El rostro se me vuelve preocupantemente serio. Las excusas que ponen es que solo son bromas. No logro comprender por qué el jefe permite que ocurran estas cosas. Es un ataque directo a la psique. Me humillan y como no puedo siquiera defenderme intentan persuadirme de que no pasa nada. Y vuelta a la carga. Encima te toman por gilipollas. No aguanto más. Me dan ganas de coger por el cuello a uno de ellos y romperle la nariz y… pero mis puños están amarrados por la nobleza de mis valores éticos. Cada vez que voy a desayunar al bar de la esquina, los allí presentes me desnudan la dignidad entre miradas desvergonzadas y susurros que martillean mi cabeza.

He perdido a mi familia (mujer e hijos) y mi madre —para más inri— me tiene por un pusilánime. Los amigos dejaron de llamarme, ya fuera para una cena, jugar al pádel o ver el fútbol. Viejos camaradas de mi padre, ya fallecido, no me dirigen la palabra. Cualquier allegado de algunos de mis verdugos, al cruzarnos por la calle, me clavan su dentadura en el miocardio con su maliciosa sonrisa burlona. Soy un proscrito social. Llevo sobre mi alma una cruz formada por lenguas difamatorias e hipócritas. Me han dicho tantas cosas… que mis pensamientos voltean en forma de círculos sin ninguna grieta para poder respirar algún atisbo de esperanza.

LA TRAMPA

—Me llamo Antonio, jefe de equipo de la oficina. ¿Eres… Carlos no?

—Sí, el sobrino de Charly, de UGT.

—Lo sé… mañana pásate tempranito y firmas el contrato.

—Gracias. Por cierto, ¿cuánto tiempo estará de baja el funcionario al que sustituyo?

—No te preocupes por eso. Tiene para rato. Además, el pobre está loco y para colmo dicen que es maricón.

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