Mi último día de trabajo

Mi último día de trabajo

Chema De Aquino

04/06/2017

Soy buena en mi trabajo. Soy, sin duda, la mejor. Pero hoy va a ser mi último día. Lo malo de tener un trabajo en el que se te exige matar a una persona es hacerlo bien. Ser buena en ello.

Siempre he sido tenaz. Desde mi infancia he tenido un sentido de la rectitud más desarrollado que cualquier otro ser del universo. En cualquier otro trabajo, esto podría ser una virtud, pero lo cierto es que en el mío me convierte en un ser despreciable. Saberse excelente en un trabajo atroz… espero que mi puesto quede vacante durante mucho tiempo.

Empecé hace muchos años. Podría decir ese viejo tópico de que casi ni me acuerdo, pero lo cierto es que lo hago con gran precisión. Una de mis virtudes es tener una memoria prodigiosa, y recuerdo perfectamente cada una de las palabras que utilizó mi jefa, la diosa Hera, para explicarme mi cometido.

-Irás a Tebas y darás muerte a cualquier persona que aparezca por allí. Sólo tendrán una forma de salvarse, resolver dos acertijos que les impongas… aunque estoy segura de que no podrán vencerte, tu inteligencia te precede. ¿Aceptas el trabajo?

Por supuesto, aquello no era una propuesta. El que haya sufrido la ira de los dioses sabrá que no hacen ninguna pregunta con respuesta libre.

Decidida a ser la mejor en mi trabajo, me preparé miles de acertijos imposibles de resolver. Puse en cada uno mi máximo empeño, volcando toda la sabiduría que había ido acumulando a lo largo de mi vida. Aunque al poco tiempo descubrí que con sólo dos acertijos podía cubrir mi trabajo durante siglos, seguí utilizando nuevos problemas cada día, sabedora de que los dioses me evaluaban constantemente. Quería hacerles ver que me tomaba mi trabajo en serio, con la esperanza de que me ofrecieran algo más importante. Soñaba con que, quizás, algún día me propusieran proteger el mismísimo Olimpo.

Así transcurrieron varios años, dominando mi trabajo, matando con eficacia al que erraba en la respuesta y devorando sus restos con placer… hasta que todo cambió hace exactamente una semana. Normalmente, los viajeros que sucumbían a mis adivinanzas eran hombres con pasados oscuros, cuerpos inundados de cicatrices y ojos llenos de culpa, pero hace siete días vino alguien distinto, un niño. Un niño con ojos de inocencia y que, al verme, lejos de gritar de horror como acostumbraban a hacer sus predecesores, se limitó a sonreírme. Al principio pensé en dejarle pasar, hacer como que no lo había visto y evitar así tener que darle muerte, pero luego caí en que los dioses todo lo ven, así que decidí llevar a cabo mi trabajo por miedo a sufrir el castigo de Hera.

Busqué en mi memoria la adivinanza más fácil que había creado, pero era consciente de que incluso la más evidente para mí sería imposible de resolver por un ser humano. Al plantear la adivinanza, el crío se entusiasmó, fascinado por mi aspecto y ajeno a que aquello no era un juego, sino el final de su corta vida. Le pedí que pensara bien la respuesta, asegurándole que no tenía ninguna prisa.

Falló. Falló la respuesta y yo tuve que cumplir con mi trabajo. Traté de ser eficaz, como siempre, cogiéndolo por los brazos para lanzarlo desde el cielo hacia una caída mortal. Aquel niño pensaba que jugaba con él, que le invitaba a volar conmigo. No dejó de reír hasta que solté su cuerpo.

Mientras observaba su caída me maldije a mí misma. Si mi trabajo me obligaba a actuar así, preferiría estar muerta. La vida de aquel pequeño bien merecía sufrir la ira de los dioses. Caí en picado con miedo a no llegar a tiempo, dispuesta a salvar una vida que yo misma había sentenciado. Gasté todo mi esfuerzo en llegar hasta él, pero no lo logré. Aún tengo grabada en mi mente su mirada de miedo mientras caía, alargando un brazo hacia mí, pidiéndome que le cogiera mientras yo intentaba, en vano, alcanzarle antes que la dura tierra.

Pensé que escribirlo me iba a liberar de cierta culpa, pero ahora compruebo que no consigue sino aumentar mi dolor. No hay nada peor que sentir vergüenza por una misma.

A lo lejos veo a un viajero acercarse. Estará aquí dentro de unas horas, y será el último que me vea trabajar. Será, también, el primero en verme hacer mal mi trabajo, pues le haré dos adivinanzas sencillas, plenamente consciente de que las acertará.

Cuando le deje marchar, será el momento para mi final. Tengo decidido cómo será, y no tengo ningún miedo a hacerlo. Caeré desde el mismo punto en el que solté al niño, y repetiré en el aire, sin frenos, el trágico descenso que hizo antes de morir.

Moriré como él. Sólo que sin miedo en los ojos, sin la esperanza de que una malvada esfinge me salve antes de impactar contra la fría y dura tierra. Sin pensar que la caída no es más que un juego.

Moriré maldiciendo mi trabajo, deseando haber sido una incompetente.

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