Me dirigí al ambulatorio, con la mente confundida como si estuviera invadida por un torbellino de ideas imprecisas. Como una autómata entré en el ascensor, pulsé el número cuatro y encerrada en el receptáculo de aluminio me sentí más tranquila. Durante unas horas sufriría la mutación y, convertida en médico de familia, ayudaría a mis pacientes a superar la depresión, iría a la búsqueda de ese tumor que los debilita, podría desconectar de mis cavilaciones y poner en práctica esos años de estudio que, al menos, servían para ayudar a los demás…, porque conmigo no servían para nada.
Conecté el ordenador y se desplegó la pantalla de resultados de analíticas. Un cuadrado rojo me indicó una alteración. Eva.
“Y sentí que me convertía en una funambulista”.
Marqué su número. La espera me llevó de viaje a mi mundo interior.
“Caminaba por una cuerda tan inestable como una pompa de jabón. El final, hiciera lo que hiciese, sería el de siempre: la locura o la muerte”.
—¿Sí?
—Eva, soy Marina, la doctora. Tengo tus análisis.
—Hola cariño. Me es igual. Estoy en el hospital. Albert se acaba.
“Y en ese momento caí.
Como una leona, que impide ser capturada, moví los brazos intentando conseguir el equilibrio, buscando un punto seguro donde agarrarme, una solidez que cuando creí haber hallado se pulverizó entre mis manos como hojas secas.
Caí a un vacío de tinieblas y, mientras me precipitaba no sentí pánico, tan solo una rabia intensa. Y grité”.
—Eva, ves a urgencias. Tienes una falta de potasio severa.
Esperé su respuesta.
“Y el viento azotó mi cuerpo sin respeto. La inseguridad en el movimiento de mis extremidades que, a pesar de ir cayendo, seguían buscando un lugar donde agarrarse, me hizo sentir durante el descenso como un pájaro. La feroz leona que defendía su terreno no era más que un ave indefensa, abandonada que, mientras batía las alas, descubría un universo que giraba sin sentido”.
Albert, la figura negra de la muerte ganaba el pulso. Una vez más.
Y me sentí caer.
“Exhalé el aire que llenaba mis pulmones y lo convertí en un potente grito que se quejaba de las injusticias, de mí misma por ser tan inocente; porque a pesar de todo aún no había perdido la esperanza, aún quería reconducir el vuelo y pertenecer a un mundo que no me gustaba.
Mientras caía, entre quejas, dolor y desespero, unas palabras se filtraron en mi mundo, inundándolo todo con un sentimiento reconfortante”.
— ¿Sabes que te quiero? — dijo Eva.
Y remonté el vuelo.
“Me sentí parte de un todo, una pequeña partícula que pertenecía a un gran engranaje. Era indiferente que todo fuera una gran mentira. La vida seguía fluyendo, existía en todo aquello que se presentaba ante mis ojos, en el aire que me envolvía, en los colores que se dibujaban en el cielo,…, y yo era parte de ese todo, del infinito que no podía ni siquiera imaginar
Mientras descendía, buscando un lugar donde asirme, seguí lanzando preguntas al vacío, y obtuve respuestas. Diversas escenas se dibujaron con pinceladas desordenadas, en forma de pintura abstracta que retaba a su análisis.
El escenario era el ambulatorio, yo uno de los personajes que escuchaba la voz de un ser que siempre me había impresionado. Frágil como un holograma y, al mismo tiempo, sólida como una roca: Eva”.
—Ahora voy —dijo—. No me dejes nunca.
“Reanudé el vuelo”.
El resto de la mañana ejercí la especialidad de la incertidumbre, en la que nunca sabes el malestar de quién entra en la consulta. El cardiólogo atiende problemas de corazón, y si no halla la causa emite la frase: consulte a su médico. El endocrino, si no encuentra un fallo hormonal, dice: consulte a su médico. Y lo mismo ocurre con el resto de especialidades. Y allí está el médico de familia, cinco minutos por visita y mirando la puerta. ¿Qué le pasará al siguiente?
Acabada la lista, salí a ojear la salita y expiré el aire retenido al comprobar que estaba vacía. Quedaban unos minutos para que la doctora del turno de tarde ocupara el despacho, aún tenía tiempo y pensé en dedicarlos a saber cómo llevaba los objetivos que me imponía la empresa. Pulsé el icono del control de farmacia, y una lista de números desfiló ante mis ojos.
La cara me ardía. Palabras malsonantes intenté que no pasaran de la gesticulación. Blanqueé la mente y visualicé una muralla que me protegiera de los ataques lanzados por la administración. ¿Control de bajas?. ¿Control de calidad? Y aparecían nuevas listas de números y abreviaturas que ni sabía a qué se referían.
¿Pero cómo narices querían ese atajo de médicos sin bata que no sabían que era un paciente, que aquellas cifras descendieran si me penalizaban por prescribir y no tenía tiempo ni para hablar? Haría un curso de imposición de manos para no recetar y compraría una bola de vidrio para no pedir pruebas. No quería saber más datos.
Me sentía mareada e iba acelerada como una muñeca a la que acaban de dar cuerda. Tómatelo con calma, me dije. Pero si quería acabar a la hora con la lista interminable de pacientes, me tenía que acelerar. No porque me importara estar más rato encajonada en la silla giratoria, sino porque al tardar más en cada visita, el retraso se traducía en un murmullo de quejas que se filtraba a través de la puerta y, notaba como me subía la frecuencia cardiaca. Cualquier día saldría a llamar al siguiente y caería muerta. Todo se acabaría, como siempre.
— ¿Qué te pasa?
Miré hacia la puerta, extasiada con la imagen de mi cuerpo inerte en el suelo. Era Carla, la auxiliar.
—¡Tienes una cara! ¿Y la pintura de los ojos? Deja, que te quito ese borrón negro.
Y mojando una gasa estéril en agua, me quitó la pintura de la cara.
—Gracias —le dije, sintiéndome una niña que deja que la consuelen.
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