El 86 es un año determinante en la vida de Ángel. La libertad se lo devora a fondo blanco y Maradona ruge la Copa en corazón azteca. Además, por su temprana deserción escolar consigue su primer trabajo
¡O estudiás o trabajás!
Tiene 17 años.
Pablo es un amigo de Ángel que le enseña a armar porros a la vuelta de donde juntos ven el Mundial. También es el encargado de una fábrica de filtros de aceite en Villa Maipú, y están incorporando gente. Ya hizo entrar a Melena y a Conan, otros dos amigos.
Dos también son los colectivos que toma Ángel para llegar a su primer trabajo. El 110 hasta Gral. Paz y el 127 que lo deja en la villa. Amigos de la infancia y la supervisión de un jefe con el que fuma porro, porque según él «se mejora la producción», convierten a este, su primer trabajo, en el trabajo soñado.
Juntarse a la seis de la mañana en la parada del 110 redobla el compromiso y la puntualidad. No solo el deber de llegar a horario al trabajo los convoca, sino también la posibilidad de viajar juntos les adelanta una hora la responsabilidad.
Hasta esa suerte tiene Ángel y agradece en silencio la bendición.
Los turcos dueños de la fábrica no objetan nada (tampoco saben) del ritual mañanero. La producción va humo en popa y están más que conformes con el rendimiento del plantel.
Después de hacer un stop en la plaza, Ángel estampa la hora de entrada en su tarjeta naranja. 6:55. Desayuna un sándwich de queso fresco con Cepita de naranja y sintoniza la emisora donde suenan las bandas que la mayoría escucha.
Sumo lanza su segundo álbum, Llegando los monos, y el dial repite los cortes de difusión, temas pegadizos y de menor elaboración.
Y la música los cuelga en el trabajo.
El de Ángel y sus amigos es un sector que se destaca. Realiza los procesos de plisado, colocación de juntas, adhesión de marcos y embalaje final con precisión musical. Ritmos de frecuencia modulaba, mecanizan sus desempeños corporales al compás de la canción de turno.
Ángel los canta.
« ¡Yo quiero a mí bandera, yo quiero a mi bandera!, ¡planchadita, planchadita, planchadita!»
Ángel cumple bien con su labor, con la parte que le toca. Son sus primeras armas y no le dieron la matricera o el montacargas para arrancar. Embolsa las piezas terminadas y las cierra con la brasa de una resistencia luminosa.
Y mientras mirá de refilón cuanto falta para la hora del almuerzo entona la canción que lo dejará sin empleo.
« ¡Yo quiero la mamadera, yo quiero la mamadera!, ¡calentita, calentita, calentita! »
Alrededor, la danza continúa: en una larga mesada de acero inoxidable, Conan se encarga de plisar y abrochar el cartón en círculos; Mele engoma las juntas a los bordes y Pablo les coloca los marcos para que después de reposar y secar, Ángel comience con el embalaje.
Una mezcla de Poxirán y pedos en el ambiente genera risas y reclamos inmundos. Los dueños recorren la fábrica entre chistes y observaciones. Emir, el mayor de los hermanos, se detiene a controlar el desempeño de la troupe, que concentrada, no detiene la marcha.
Ángel no desafina, aunque esta vez algo parece incomodar al jefe que merodea.
¿No le gustará el reggae?
« Yo quiero cruzar por la barrera, yo quiero cruzar por la barrera, y que me pisen, que me pisen, que me pisen»
Las últimas estrofas de la ironía nacionalista que Ángel interpreta provocan una reacción inesperada en Emir, quien hasta ahí, controlaba con su habitual amabilidad.
Sacado y con lágrimas en los ojos, el mayor de los hermanos, dueño de la mitad de la fábrica de filtros de Villa Maipú, primer y soñado trabajo de Ángel, arrancó el radiograbador de donde estaba enchufado, y lo lanzó contra los cristales.
El estruendo que siguió a la extinción de la voz de Luca Prodan rogando ser arrollado por un tren al cruzar la barrera, detuvo la producción abruptamente. El equipo estalló en la vereda a pasos de la puerta principal. Chispas y miradas de desconcierto se cruzaban en el piso.
Asombrado de su propia reacción, Emir se fue tras dar un portazo que hizo temblar el edificio. La chicharra del almuerzo rescató el momento, pero no se habló del tema y se comió en el silencio un sepelio.
Al terminar el día, en manos de Pablo, su capataz amigo armador de porros, llegaron los motivos de la ira y el telegrama que Ángel esperaba y no.
No fue el volumen de la música ni el pelado que vomitaba sarcasmo al ritmo de Jamaica. Tampoco el tono con que Ángel contagiaba sus deseos frustrados de cantar en escenarios de rock and roll ni su baja performance en el equipo de trabajo.
La letra de la canción, esa última estrofa que Ángel afinó con la mirada fija en los ojos del patrón fue lo que provocó su flamante desocupación.
« ¿Qué fue lo que pasó, Pablo? ¿Qué hice mal? »
« Nada, boludo, al hijo menor del dueño lo pisó un tren… »
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