Sonrisas y olor a flores

Sonrisas y olor a flores

No, no te vas a volver loca. Se fue oyendo sus palabras, esas pocas de tantas, esas que le hacían sentir más segura. Y ella con sus ojillos oscuros le regaló su mejor sonrisa, quizás la mejor del día, seguramente la única sincera… Tras esa puerta dejaba todos sus secretos, dejaba sacos de ansiedades, por si revolviéndolos encontraba algún por qué.

Ayúdame.

Sus manos se estropeaban de tanto limpiar, limpiaba con rabia a la vez que con delicadeza, era la única actividad que la mantenía con esa cordura que decía estaba a punto de perder. Era una mujer madura, con rasgos bonitos, pero empeñada en que envejecía, su cuerpo se rebelaba contra ella y le intentaba dar la razón. En otro tiempo seguramente fue una mujer verdaderamente hermosa y llena de ilusión, su esencia aun flotaba, era extraño ver esa imagen en un sitio como ese, y más sorprendía conocer qué había detrás de su fachada… Sí, no era la típica mujer que solías ver allí, la verdad.

La ansiedad la aplastaba cada día contra el suelo y ella, valiente, se levantaba.

Cómo puedo ayudarte.

Ese día fue a recogerlo allá donde poca gente se atrevía a entrar, tirado, sucio, consumido, ella lo levantaba y se lo llevaba de nuevo a casa. Llevaba más de veinte años esperando que él cambiara, cuidándolo, pero todos sabíamos que las épocas buenas les duraban poco. Ella empeñada, empeñó su vida sin saber que con ella empeñaba también la de sus hijos, pero entonces no lo sabía. El tiempo pasaba y sólo caía en la cuenta de los años cuando en aquella habitación se dedicaba un rato a sí misma y tomaba conciencia de que se le iba la vida en él. Todos lo sabíamos, todos callábamos.

Por qué no te vas corriendo, por qué no te vas muy lejos, corre aun estás a tiempo.

A ella le compensaba creer que él estaba enfermo, que en el fondo era un buen hombre, y sí que lo era, sólo se hacía daño así mismo, nunca entendía que su daño rebotaba en ella.

Que la vaciaba, que la dejaba sin fuerzas, que la llenaba de malestares que nunca debió tener, que la hacía sufrir, que ella no era feliz, que ella ya no era la persona que conoció llena de ilusión, que las fuerzas se le acababan, que ella era una mínima parte de ella misma, que de tanto darle se quedó sin nada, que ella merecía simplemente vivir.

Pero él, a veces, en sus ratos lúcidos la entendía y decía ser un infeliz, un cabrón que no merecía a la mujer que estaba a su lado. Aun así, para no saber nada más, se iba a inhalar polvos de olvido donde no había culpas. No, no la merecía, de eso nadie tenía duda alguna. Pero, ¿qué merecía él? ¿Quién podía contestar a esta pregunta?

Me voy a volver loca.

Ella vivía en la sociedad de la culpa, en la educación de la culpa, en la cultura de la culpa, culpas, culpas… La culpa es su día a día, si los cuidan o si los dejan, culpas.

Hace un tiempo, cuando se sentó por primera vez en esa silla iba algo desaliñada, algo demacrada, algo desesperada. Hoy, algún tiempo después, sigue sentándose en el mismo sitio, pero ahora va maquillada, con la cabeza alta, desprendiendo olor a flores… y regalando sus mejores sonrisas.

Quizás se pase el resto de su vida esperando, pero hoy al menos ha aprendido a cuidarse ella, a quererse ella, ahora ya no sabemos si lo cuida igual a él. Poco importa saberlo. Pero ella no estaba ni se iba a volver loca…

Cuídate, quiérete, mírate, yo te ayudo, sí, desde este despacho donde te atiendo, donde te acompaño.

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