Mis recuerdos me atormentan y mi pasado me agobia.
Llegué por primera vez buscando protegerme de la lluvia. Ironías de la vida. Mi cuerpo logró permanecer seco pero mi Alma sucumbió a la tormenta. La tierna mirada de aquellos chiquillos se ha quedado incrustada en mi Ser, y aún ahora no encuentro resguardo a mi Sentir. Aquellos inocentes ojos marrones penetraron mi mente, alojándose en lo más profundo de mi existir. Su desgastada piel grisásea era prueba viviente de una infancia perdida, o pretendida, pues no se puede perder lo que nunca se tuvo. Su tierna sonrisa avalaba la Esperanza que se aferraba a no dejar aquel frágil cuerpo como si en él pudiera habitar aún la Fe que algún día le dió sustento. Sus cabellos enredados cual pensamientos confundidos, coronaban su cabeza como pretendiendo proteger los atisbos que aún quedaban de un futuro prometido, de un mañana que sólo se soñó y que nunca llegó, de un doloroso presente. Supe, dias más tarde, que se llamaba Juanito. Nunca lo pude llamar así. Cuando lo busqué entre las cajas de cartón que le habían servido de vivienda, era ya demasiado tarde. Su débil cuerpecito había sucumbido a los estragos de una vida que nunca lo fué. Jamás me perdoné el haber llegado tan tarde. Me dediqué desde aquel día a buscar a todos los » Juanitos » que merodeaban mi barrio. Traté con todas mis fuerzas de rescatarlos de aquel inframundo en que sobrevivían. Fuí testigo de las más exiguas pocilgas que puede la indiferencia humana brindar a un inocente ser. Me encontré con Lucía, una tierna niña de escasos 10 años, violada repetidas veces por su padrastro y con la indiferencia de su mal llamada madre, que temerosa de perder quien la mantuviera, se hacía de la vista gorda. Conocí a Pedrito, con un padre drogadicto y borracho, que había sido echado de su casa a golpes por haber tratado de mitigar su hambre con un trozo de pan «robado» de la despensa familiar. Acaricié a Chuy quien nació con un cromosoma de más y una capacidad de menos, abandonado, de igual forma, a su triste e incierto destino. Aprendí lo que un pequeño cuerpecito puede aguantar, al no conocer otra vida que aquella que le tocó vivir. Sufrí lo que un alma puede padecer. Experimenté lo que ni en mi más obscura pesadilla pudiera sentir. Observé, incrédulo, cómo un insecto rastrero podía convertirse en un manjar al no tener nada más que ofrecer a un estómago ávido de algún alimento. Constaté cuán ingrato el instinto de supervivencia puede ser y hasta donde nos puede doblegar. Lloré ante la miseria humana y caí vencido en múltiples ocasiones ante la injusticia cruel que no respeta raza, sexo, edad ni territorio. Lo que empezó como un gesto de generosidad tratando, quizás, de mitigar mi parte de culpa, se fué transformando en una obsesión. Y así empaticé con Aurora y sus escasos 13 años de vida y 6 meses de embarazo. Con Miguelito y sus precarios 7 años de vida y los mismos de rechazo, al ser VIH positivo como consecuencia de un desliz de su irresponsable padre, quien lo arrojara de su casa como tratando de esta forma de borrar su pecado. Con Rosita, huérfana desde los 5, sobreviviente de un fatal accidente en el cual perdieran la vida sus padres y quien fuera después despojada por sus familiares, buitres abominables, de lo poco que le habían dejado. La lista seguiría siendo muy larga, interminable avalaría yo. Y digo empaticé porque no solo los conocí, cada uno dejó una grande e imborrable cicatriz en mi alma y ésta se fué encogiendo cada día más al descubrir mi impotencia ante ésta cruel , despiadada e injusta travesía por este mundo banal. Poco a poco lo abandoné todo para dedicarme tiempo completo a tratar de rescatar más seres inocentes e indigentes. Dejé atrás mi casa, mi familia y mi trabajo, mis amigos, mis costumbres y mis privilegios. Me olvidé incluso de mí mismo. Me abandoné y me perdí en un mundo que antes no conocía. Debatí con mis temores, mis dudas e inseguridades. Desperté, más de un día, entre pedazos de cartón y papel periódico con olor a orines y podredumbre, pero lo que era peor, con olor a injusticia y reclamo. Sufrí lo impensable pero nada comparado con lo que cada uno de esos inocentes seres había vivido, si es que vivir se le podía llamar a ese modo de atravesar este atroz calvario. Ahora que acaricio el ocaso de mi vida, me pregunto si a disfrutar cada día con pasión lo que uno ama se le puede considerar un trabajo. Viví hasta mis últimos momentos haciendo lo que realmente llenaba mi alma y regocijaba mi ser sin esperar más recompensa que el recibir una fugaz sonrisa de un inocente niño. Seguro estoy que me iré de este mundo reprochando a un Dios injusto e implacable, pero a la vez sublime y amoroso que me permitió conocer un lado de su Ser al que sólo algunos privilegiados tienen acceso. Marcharé al encuentro de mi destino con la frente en alto pero con la congoja de no haber podido hacer más y la esperanza de que algún día este mundo recapacite y rectifique su errático camino.
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