AHORA
Sin artificios.
Sin maquillaje. Sin tacones de vértigo. Sin ondas en el cabello, sin tinte que lo defina. Sin uñas de porcelana, sin joyas. Sin ropa.
No queda nada. Una percha, un maniquí.
Nos llaman modelos. Me pregunto de qué. ¿De virtudes? No sé, desconozco cuáles son las mías. Es posible que sea simpática, alegre. O lo era, hace tiempo.
***
ANTES
Recuerdo un pasado sin complicaciones. Bueno, sin muchas. Jugar, estudiar, reír con las amigas, asistir a los cumpleaños. Hasta que mi cuerpo comenzó su metamorfosis. Entonces su voz, siempre omnipresente, se dejó sentir con más peso si cabe.
– Sólo un trozo pequeño de tarta, cariño.
-Te voy a apuntar a clases de gimnasia, te vendrá bien.
– Al Burguer? No, cariño, te recojo después del cine, ese tipo de comida no te conviene, en casa te preparo una ensalada.
– Mañana tenemos casting, hay que levantarse pronto para arreglar ese desastre de pelo.
***
AHORA
Al rascarme la cabeza me llevo un mechón de pelo. Lo observo con curiosidad mientras se desliza entre mis dedos. ¿De qué color era? No recuerdo si nací rubia o morena. Reposo el brazo en la camilla, este mechón pesa demasiado.
***
ANTES
París. Londres. Nueva York. Pasarelas interminables, flashes sin descanso. Hace tiempo que aprendí a no pestañear. Tampoco siento los pies, esos apéndices tan horrorosos. Menos mal que diseñaron zapatos bonitos para cubrirlos. Y gracias a esos diseños maravillosos que nos cubren el cuerpo. Buf, parece mentira que estas columnas gruesas que me sostienen flaqueen tanto a veces. Los maquillajes son espectaculares, horas y horas, pero merece la pena, mis ojeras quedan tapadas, y mi tez cetrina luce muy bien con los colores de moda. Los pendientes de diamantes brillan con los focos, ahora se ven muy bien desde que mi oreja está más pegadita.
***
AHORA
Tengo la boca seca. La enfermera me ha dicho que no me va a traer más agua de momento. Me ha traído fruta, plátano para más inri. Faltó poco para carcajearme en su cara. Está loca si cree que me voy a tomar eso.
***
ANTES
¿Y mi botella? – la tienes delante de las narices, ¿no estarás buscando esto?-, dice pasándome un bote de pastillas. Miradas cómplices, de ojos hundidos. Hace falta gasolina para aguantar el último desfile, la cena y la fiesta después. Cambio de maquillaje y de peinado. Fotos con el diseñador, que nos coloca a cada lado como creaciones suyas que somos, exhibiéndonos muy orgulloso.
Durante la cena, cada cual despliega su arte a la hora de esconder la comida en la servilleta.
***
AHORA
Que pesadilla. Caía una lluvia muy fuerte, que arreciaba cada vez más hasta transformarse en pedrisco. Casi no veía, luchando por llegar a cubierto. Por fin, protegida bajo un alfeizar, al mirarme en el cristal de un comercio me vi sin verme. No tenía rostro, como esas muñecas dominicanas. Había dejado una estela negra en el camino. Al despertarme, con el corazón desbocado, ha comenzado la orquesta de pitos en los aparatos que me controlan. Ahora van a hacerme un electro o yo que sé. No podrán dejarme en paz de una vez.
***
ANTES
Algo pasó en Milán. Creo que ocurría dentro de mi cabeza, estaba como hueca. Al estirar las manos, en ese gesto cotidiano pasando revista al estado de mis uñas, me pareció que se transparentaban.El efecto pasó al pestañear, no le dediqué tiempo, no lo tenía. Íbamos con retraso, vamos, vamos. Casi tropiezo al salir, pude evitarlo. Mirada al frente, boca entreabierta, paso firme. Pero a mitad de recorrido, pude sentir una mirada, algo casi físico, como una flecha. Mis ojos se desviaron al público, buscando el carcaj. Había una niña en primera fila. Pasada la extrañeza inicial (no suele haber niños en los desfiles), me asaltó un extraño presentimiento, una sensación de familiaridad. Sus ojos verdes de gato me atravesaban el alma, conjurando mil preguntas. De repente, la gente se multiplicaba por dos, y luego por cuatro. Mi estómago se daba la vuelta, y mis tobillos se tornaban de cristal como los zapatos de Cenicienta. El mundo se ladeaba a cámara lenta mientras mi cerebro se volvía espeso. Silencio.
***
AHORA
Nadie viene a verme. Ni lo extraño ni me extraña. La última que apareció por aquí fue ella. Mi madre. O lo que sea. Vino cargada de sollozos y también trajo algunos sermones, de esos de cosecha propia. Le lancé lo primero que encontré a mano, un jarroncito con unas flores de plástico. No le alcancé, fue a estrellarse en la puerta de la habitación, pero el impulso me hizo caerme de la cama.
Unos días después, quiero ver la herida de la cabeza, causada por uno de los cristales. La enfermera se ha hecho de rogar hasta el aburrimiento, y finalmente me ha traído un espejo de mano. Se me hace un nudo en la garganta cuando esos ojos verdes, de gato, me devuelven la mirada. Mi mano cae, exhausta, en el regazo, mientras las lágrimas, a modo de torrente, me mojan el rostro.
Ya no siento rabia. Se ha diluido en un poso de reconciliación. Ahora tengo un objetivo: levantarme de la cama. Para ello tengo que perdonar: A quién me condujo hasta aquí, pero también reconciliarme con mis enemigos, mis monstruos cotidianos, esos que vienen aderezados en los platos. Cuando por fin empiezo a conseguirlo, voy despacito hacia el baño, donde está la primera meta: El espejo de medio cuerpo. Soy una extraña para mí misma, no me reconozco, pero cuando veo al frente esos ojos verdes, de gato, insuflo mis pulmones de aire y de valor, y por ella me marco el siguiente objetivo.
Sin artificios.
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