Cuando lo apoyé, sentí un ligero dolor en la parte anterior de mi antebrazo, como si me hubiera mordido un pez. Lo levanté un poco extrañada, y encontré una serie de finos pelitos rubios que se erguían rectos y uniformes, allí en una minúscula porción de piel. Miré a mí alrededor y encontré mi pequeño cactus sobre el escritorio, levantando la mano, diciendo sin vergüenza “yo fui”, con sus también finos pelitos rubios que se erguían tan rectos y uniformes a lo largo de su misterioso cuerpo.
Me pregunté “¿Cuándo pasó? No recuerdo haber tocado el cactus…”. Así que imaginé que el cactus me había atacado en algún momento, tal vez mientras hablaba por teléfono o atendía alguna petición.
Saqué una pinza de depilar de mi bolso (nunca me depilo fuera de casa, pero siempre cargo una) y empecé a arrancar los pelitos, tratando de tomar varios a la vez. La piel se veía levemente irritada, con pequeños punticos rojos, y por más que sacaba, los punticos nunca se iban.
Entonces temí que los pelitos volvieran a aparecer. ¿Y si el cactus me había mordido como los vampiros, y yo estaba a punto de convertirme en un cactus también? Recordé que ya había pasado un buen tiempo desde la última vez que le di de beber, y hasta los cactus necesitan agua de vez en cuando. Tal vez quería extraer un poco de mi cuerpo, perforando en la parte más delicada de la piel.
Como era horario laboral y no podía desperdiciar mucho tiempo en estas conjeturas, seguí en lo mío y decidí ignorar los punticos rojos y el persistente (pero ligero) dolor. Sin embargo cuando me levanté poco tiempo después, sentí un dolor similar en la planta de mi pie, y ése era un dolor más difícil de ignorar.
Me fui rápido al baño y descubrí allí también, otros finos pelitos que se erguían rectos y uniformes sobre una pequeña porción de la planta de mi pie. ¿Cómo habían llegado allí? ¡Es imposible que yo haya tocado el cactus con la planta del pie!
Y ahí sí, me asusté.
Pasé todo el fin de semana arrancando pelitos. No sólo los del antebrazo habían vuelto a aparecer, sino que ahora habían surgido en mi nuca, en la parte interior del muslo, en la cintura y hasta en los cachetes.
No se lo dije a nadie. Qué iba a hacer, ¿pedir incapacidad el lunes porque me estaban saliendo pelos de cactus? No, la vida debe continuar, y yo sólo tenía que arrancarme los pelitos. Son como pelos normales, pero más rectos y uniformes.
Seguí mi vida como pude, iba a la oficina y hacía mi trabajo, pero día a día las pequeñas actividades que conforman la rutina se me hacían cada vez más difíciles. Ya no era sólo caminar y apoyar el brazo, con el tiempo simples gestos como asentir, sentarme, hablar, sonreír y hasta arrancarme pelitos, me empezaron a doler.
En la oficina temieron que fuera contagioso y me mandaron a casa. Yo obedecí mansamente y en el fondo se los agradecí, porque no podía seguir pretendiendo que no pasaba nada, yo tan llena de pelos firmes y punticos.
Ahora me paso todo el tiempo en casa. Tengo que quedarme muy, muy quieta para que no me vuelva a doler, así que todo el día miro por la ventana los niños que van al colegio y los árboles que bailan con el viento. Es una existencia plácida y simple, el tiempo pasa imperceptible y no necesito casi nada para vivir.
De vez en cuando, una vecina caritativa viene a casa, me cuenta sus historias y me ofrece gentilmente algo de beber. Cuando abre la puerta para irse, yo la observo silenciosa desde mi rincón junto a la ventana. A veces la despido con tristeza, a veces, un poco aliviada.
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