Mi padre era tajante: Si no estudiaba o conseguía un empleo, trabajaría con él en la cafetería. La idea de limpiar mesas bajo sus órdenes me parecía aún más horrible que estudiar. Así que empecé a aceptar todo tipo de trabajos temporales, que perdía con tanta facilidad como encontraba otro. Quizás mi padre tenía razón y yo era un desastre. Cada vez veía más cerca la posibilidad de atender el negocio familiar. Fue entonces cuando empecé a trabajar acompañando a un anciano con principio de alzheimer. Mi labor era sencilla. El hombre debía disfrutar de su vida de jubilado: pasear, merendar en alguna cafetería, visitar familiares o hacer algún recado sencillo. Este trabajo no lo podía perder.
Cada mañana, yo esperaba que el señor Ernesto descendiera del autobús del geriátrico. Lo hacía de forma ágil. Aún conservaba una buena forma física. Entonces comenzaba nuestro periplo por la ciudad. Los primeros días resultaron tranquilos gracias a la presencia de algún familiar que le recordaba quién era ese extraño y qué hacía cerca de él. La levedad inicial de su trastorno también ayudaba. No tenía ninguna dolencia salvo esa demencia que le estaba haciendo perder la memoria y la orientación. Sus recuerdos más cercanos se borraban día a día. No así los más lejanos, en especial los relacionados con su trabajo en la construcción. Había sido propietario de una empresa del gremio. Aunque cada día yo le recordaba que no era más que un cuidador, con frecuencia me trataba como si fuera un obrero. Me hablaba como a un peón que le acompañaba a las obras que debía visitar. Algunos días se apeaba del microbús enfadado por la ineptitud de los ancianos que le acompañaban, a los cuales también consideraba sus empleados. Gritaba alterado que no hacían bien su trabajo. Yo trataba de calmarle hablándole sobre fútbol y alejándole del autobús. Acababa pidiéndome que cerrara la boca y le siguiera a la obra. Con esfuerzo, conseguía llevarle a algún bar para almorzar. Ernesto pedía un vino y tortilla con chorizo, yo un café y una tostada. Le preguntaba si la empresa se hacía cargo del almuerzo y él sacaba la cartera y pagaba.
Pronto pasó a tratarme continuamente como a uno de sus paletas. Era un suplicio para mí. Si lo llevaba a una cafetería, salíamos zumbando hacia algún trabajo. Si le acompañaba a algún comercio, preguntaba a los dependientes por «la reforma» o repasaba las baldosas y los marcos buscando imperfecciones. Cada vez que intentaba explicarle la realidad provocaba en él una gran ansiedad y confusión que hacía que se enfadase conmigo. No podía permitirme perder el trabajo. Debía evitar que estuviera alterado cuando lo recogían los enfermeros. Así llegó el día en el que decidí seguirle la corriente. Me hice con una cinta métrica y una libreta, y me dispuse a realizar el papel de empleado. Cada día, planeaba un itinerario de obras ficticias y recorríamos lugares tranquilos tomando medidas y apuntándolas en la libreta. Repasábamos en algún edificio el acabado del trabajo o comprobábamos el inventario en una de esas aceras repletas de materiales que no era difícil encontrar en la ciudad. Aunque prácticamente carecía de memoria cercana, conservaba cierto instinto profesional. Comenzó a desconfiar de mí y de la calidad de nuestro trabajo. Se daba cuenta de que no acabábamos ninguna reforma, de que nunca coincidíamos con los obreros. También le resultaba sospechoso que no descargáramos herramientas ni materiales del microbús y nos encaminásemos a todos los trabajos andando. Empezó a comentarme: «No creas que no me doy cuenta de que me llevas de aquí para allá sin hacer nada» o «Te gustan más los bares que andar en el tajo».
Así me convertí en el más vago de los empleados que Ernesto había tenido nunca y volvieron a aparecer las broncas. Se enfadaba conmigo constantemente. Aun así, yo era su único anclaje a este mundo durante aquellas horas. Si se enfurecía conmigo, daba media vuelta y se largaba refunfuñando, yo le seguía de cerca sin agobiarle y acababa girándose y pidiéndome que le llevara al siguiente trabajo. Y la cosa volvía a comenzar.
Decidí pedir permiso a mi padre para adecentar la instalación eléctrica de detrás de la barra. Aceptó encantado. Siempre se había quejado de tener por allí los cables de cualquier manera. Ernesto tenía su primera obra real. Hicimos rozas, echamos tubos y colocamos por dentro los cables de la cafetera, las neveras y el equipo de música. Yo no sabía hacer nada de esto y seguía estrictamente las indicaciones de Ernesto, que parecía no haber olvidado ni uno solo de los procedimientos para realizar una instalación eléctrica. El buen ánimo se mantuvo durante un par de semanas durante las cuales mi padre se hizo cargo de los almuerzos. Así fui salvando la situación. Cuando se cansaba de pasear, yo buscaba algo qué reparar en la cafetería. Un día, mientras devoraba la tortilla, Ernesto me pidió que me sentara con él y me dijo: “Chaval, te ha costado pillarle el tranquillo, pero te has convertido en un buen profesional, te voy a ascender a oficial de primera. Mañana llamaré a la gestoría para que modifiquen tu contrato.”
Al cabo de un año, el deterioro mental de Ernesto llevó a su familia a tomar la decisión de internarlo y prescindir de mis servicios. A pesar de mis esfuerzos acabé en paro. Cuando le conté a mi padre que no volveríamos a ver a Ernesto, musitó algo sobre lo injusto de la vida mientras limpiaba un vaso que ya estaba limpio. Me preguntó si me iba preparando un delantal. La cafetería iba viento en popa. Las reformas habían atraído más clientela. Le gustaría que trabajáramos juntos. Rechacé su oferta. Me había decidido a estudiar.
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