Cuando la tía Alicia nació, no era del todo falaz decir que la casa de sus padres quedaba en el fin del mundo. Allí no existían vías de comunicación, ni electricidad, ni comodidad alguna; sí muchas carencias, y una forma de vida tan rústica que evocaba la de los primeros colonizadores. Diecisiete años después, buscando mitigar tal situación, fue llevada a vivir con su dominante hermana mayor en la escuelita rural de otro lugar perdido en el mundo, donde esta se desempeñaba como maestra. Al saber de su partida, su hermano, dentista empírico, le dio un curso rápido de extracción de muelas y le regaló un maletín con los efectos mínimos necesarios para ello.
Por cuanto en su nuevo paraje de residencia no había quien lo hiciera, ni tampoco los artilugios necesarios, su hermana primogénita la presionó a inyectar utilizando la jeringa incluida en el maletín de utensilios dentales. Así, ganó fama de aplicadora de inyecciones.
Una mañana, llegó a la escuela una lánguida joven embarazada exasperada por los dolores de muela. Buscaba a la hermana menor de la maestra; que, aplicando inyecciones, había ganado fama de sanadora de todos los males. La señora se dirigió inicialmente a Margarita, la mayor, para darle a conocer su atormentadora urgencia.
─Vino una embarazada muriéndose del dolor de muela. Vos le tenés que ayudar ─dispuso la primogénita, sin sopesar atenuantes.
Aunque estas palabras eran una orden, Alicia, temerosa de hacerle daño a la señora, respondió:
─Margarita, yo nunca he sacado muelas.
─¿José Luis no te enseñó, pues, antes de venirte? ─preguntó, la maestra─. La señora está embarazada de más de ocho meses. ¡Le tenés que sacar la muela!
─No tengo anestesia, y es una embarazada primeriza muy joven ─advirtió Alicia, como último recurso de escapatoria.
─¡Alicia! ¡Qué le saqués esa muela que no la podemos dejar así! ─sentenció, bruscamente, la hermana mayor.
Esto ya era una orden categórica. Margarita retornó al aula, mientras Alicia hacía de tripas corazón y procedía a acatarla. Le pidió a la señora sentarse en un tosco taburete del corredor externo.
─Bien, niña, puede empezar ─dijo la embarazada, una vez sentada, y abrió la boca tanto como pudo.
Alicia miró; y… ¡oh sorpresa! la dentadura estaba arrasada por las caries. Ante tal cuadro, no podía discernir cuál era la muela a extraer.
─¿Cuál es la que le duele? ─preguntó.
─Todas ─contestó la paciente.
─Entonces… ¿cuál le saco?
Esta vez, mostrando una raíz superior, respondió:
─Esta es la que más me duele.
Alicia se encomendó al mismísimo Jesucristo; con el gatillo agarró y apretó con fuerza una astilla que sobresalía en la muela señalada, con cuidado la balanceó, se asombró al notar que se movía fácilmente y de que la señora no se quejara; jaló, y la pieza zafó sin dificultad. Seguidamente, la sacó; le pareció espantosa y con unas patas horribles, rápido la tiró lejos al césped, y preguntó:
─¿Le dolió?
La embarazada, obviando el dolor, y con cara de agradecimiento, respondió:
─No importa, señorita, siga sacando.
Ante estas palabras, y el éxito de la primera extracción, la tía se cogió confianza y procedió a jalar y sacar muelas, dientes y raíces, hasta dejarle totalmente desdentado el maxilar superior.
─¿Cómo se siente? ¿Le dolió? ─preguntó, entonces.
La señora le cogió una mano con cariño, y suplicó:
─Por el amor de Dios, sáqueme también las de abajo.
Esta vez, Alicia, entusiasmada y conmovida, de nuevo se aplicó a sacar dientes y muelas hasta desdentarle igualmente el maxilar inferior.
Terminada la faena, le dijo lo que oía decir a su hermano cuando sacaba muelas:
─Haga enjuagatorios de infusión de tomatera en café negro.
La señora se levantó complacida.
─Que Dios se lo pague ─agradeció piadosamente. Y partió cuesta arriba.
Cuando su hermana terminó de dictar clases, Alicia, blandiendo el gatillo, orgullosa y satisfecha, le manifestó:
─Se las saqué, ¡todas!
Margarita se puso lívida; alzo los brazos al cielo como pidiendo clemencia, y espetó:
─¡Animal del monte, mataste a esa señora! ¡¿Cómo pudiste sacarle todos los dientes a la vez a un ser humano?! ¡Y a una señora con más de ocho meses de embarazo! ¡Se va a morir! ¡Vos la mataste! O, por poco, va a perder el bebé. Vas a ir a dar a la cárcel, o nos vamos a tener que volar de acá. ¡Me voy a quedar sin trabajo! ¡¿De qué vamos a vivir?! ¡Nos vamos a morir de hambre!
Alicia empalideció, y dijo:
─¡Ave María Purísima! ¿Qué hago, Margarita?
─Rezar y encomendarse a todos los santos ─recomendó, esta.
La tía, temiendo la muerte de la embarazada, imaginándose en la cárcel, y pensando en las nuevas penurias que por su culpa iba a padecer la familia, corrió hacia la Virgen del Perpetuo Socorro, se arrodilló ante ella, y rezó con desesperanza. Margarita, que no acostumbraba rezar, también apoderada por el pánico, se unió a la súplica.
Esa noche, las hermanas no durmieron esperando la peor de las noticias. Sus días siguientes fueron de tensión y expectativa; y sus noches, de sueños intermitentes espesos en pesadillas. Durante los días, miraban con gran aprensión camino arriba, temiendo ver llegar en cualquier momento al marido de la embarazada a picarlas con un machete. Sin embargo, las malas noticias no llegaron; y, una vez la serenidad hubo retornado, Alicia tuvo el valor de visitar a su desdentada. Esta la recibió dichosa y cachetichupada. «Cuando las encías le sanen, en Jericó le hacen las dentaduras», le dijo en aquella ocasión.
No mucho tiempo después, la agradecida familia se presentó a la escuela con su recién nacido, un pollo, arepas y un enorme queso campesino. La mujer lucía primaveral: su belleza facial y su facultad masticatoria le habían sido retornadas con unas rejuvenecedoras dentaduras postizas.
El vecindario fue tomado por rumores acerca de la proeza de Alicia; quien, con este trabajo, pudo vivir largos años sin apremios materiales como la única sacamuelas e “inyectóloga” en esas lejanías colombianas.
Hace tiempo, a sus noventa y cinco años de edad, ella misma me lo contó.
FIN.
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