Lo primero que veo al despertar es un calendario clavado en la pared mostrando una imagen tan colorida y ridícula que contrasta con la rusticidad del ambiente.

La cortina de la pequeña ventana está descorrida y la luz invade la habitación. Desde mi lecho puedo ver también algunos objetos colgados en la pared contraria. Un perol, una cazuela y varios cubiertos de madera.

El viejo está dormido. Intento incorporarme y el ruido de los flejes de la cama lo despierta. Me mira un instante, se levanta de la silla y busca algo en el fogón.

Voy recordando de a poco. Siento calor. El género de la ropa que llevo puesta limita mis movimientos, me sofoca, y en vez de sentarme me pongo de pie, apoyando una mano sobre el muro rugoso. El paisaje desde la ventana me muestra la tierra tan seca y cuarteada como la había visto antes de perder el conocimiento.
-¿Cuánto tiempo pasó? – le pregunto en inglés.
El hombre no me contesta, se vuelve y sin mirarme me extiende un tazón con caldo humeante. Después, coloca sobre la mesa una cesta con frutas secas: higos, pasas de uvas y almendras. Se va y lo miro alejarse. Al rato escucho el barrito de un elefante. De dos elefantes.

Miro mi reloj. Está roto.

Entra a la casa una mujer que parece ser la esposa. Por señas me da a entender que debo comer algo para después partir. Se sienta y me espera.

Mientras bebo el caldo de pollo, con la vista reviso mis cosas. La mochila, el sombrero, la cámara de fotos. Me apena bastante el reloj que ya no sirve.
Noto que me falta la pulsera de plata y le señalo mi muñeca. Ella sale, la busca y me la coloca. Me sonríe como si yo fuera una niña a la que se le concedió un capricho. Le doy las gracias, pero intuyo que no entiende lo que le digo. O tal vez es sorda.

Después de comer, un joven al que no había visto antes, junto al viejo de la casa donde desperté, me ayudan a montar a uno de los elefantes.

Desde allí siento vértigo, no tanto por la altura, sino por el balanceo de la mole que empieza a caminar. Detrás de mí viene el anciano, quien se adelanta para guiarme hasta el pequeño aeroparque que reconozco a lo lejos por el brillo de las chapas de los techos.
A mitad de camino, protegido del sol bajo unas palmeras, veo a un hombre de piel oscura, camisa blanca y gorro tejido, eligiendo las mejores manzanas.

Casi al llegar, suena el celular desde el bolsillo de mi chaqueta.
-Estoy en el hall de embarque – me dice la voz de Pablo – te estoy viendo con mis binoculares.
Sonrío y respiro aliviada. Se debe haber enterado del accidente que tuvo al aterrizar, la avioneta que me traía.

Al llegar a la estación aérea me ayudan a bajar del elefante que se arrodilla para facilitar mi descenso, o para sacarse una molestia de encima.

Pablo se adelanta a paso vivo en cuanto me ve, toma mis cosas con una mano y me conduce hasta el sector de espera, donde aguardamos el próximo vuelo rumbo a casa.

Mientras bebemos té nos acercamos hasta el ventanal para ver la avioneta con la trompa destrozada; entonces, vuelven a mi memoria el instante de la caída, la nube de polvo y el olor del combustible.

En veinte años de fotógrafa, he captado miles de imágenes de cientos de lugares recorridos. Una vida de aventuras en la cual el peligro estuvo siempre a mi lado, presente, tentándome a desistir, y a veces, tumbándome como en este viaje.

Pero la pasión se adueñó de mí y no la cambio por nada. Aunque la cercanía de la muerte me obligue a abrir los ojos, alguna que otra vez…

Fin

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