Yo lo esperaba cada día trece. Lo veía avanzar desde mi taburete, delante de la caja fuerte, por el gran patio de operaciones de la oficina. Andaba despacio, mirando al suelo, con los brazos dejados, como quien perdió la guerra. Sus palabras eran siempre las mismas, carentes de expresividad:
– Buenos días. Querría, por favor, bajar a la caja.
Cada día trece yo preparaba a primera hora, previsor, los impresos que tenía que firmar para bajar a la caja de alquiler. Por duplicado. Y el recibo que le entregaba con el importe de la comisión. Los titulares de las cajas tenían derecho a bajar a abrirlas dos veces al año. A partir de la segunda vez pagaban quinientas pesetas de comisión cada vez que bajaban a abrir su caja.
D. Juan firmaba con una exquisita caligrafía, que recordaba viejos legajos cervantinos, y terminaba rubricando con un punto final que empezaba fuerte e iba descendiendo cada vez más débil, como un suicida por inmersión.
– Acompáñeme, por favor. Si no le importa paso yo delante, por ir abriendo las puertas.
Cada día trece el mismo ritual. Yo, con mi llave maestra, él con su desesperanza.
Entrábamos juntos a aquella habitación enmoquetada y enorme, llena de pequeñas cajas silenciosas de secretos, como un cementerio de las cosas. D Juan introducía su llave, y me daba paso. Yo giraba mi llave maestra y dejaba abierta la caja con una ligera ranura, sin desvelar su contenido.
– Adelante, si necesita algo no dude en llamarme.
Lo dejaba solo y esperaba afuera de la gran habitación, intentando descifrar qué podía desvelar aquel cofre cada día trece.
– Ya he terminado.
Quizás fueran imaginaciones mías, pero notaba un brillo especial en sus ojos cuando lo miraba de soslayo mientras cerrábamos la caja.
– Que pase un buen día -me decía siempre-
Un ritual que duró seis años.
Un día trece D. Juan no apareció. Esperé durante todo el día, y toda la semana siguiente. D. Juan vivía solo y yo no dejaba de pensar que algo podría haberle pasado. Días más tarde decidí llamar a su hija, que estaba autorizada en la cuenta de su padre. Cuando me comunicó su muerte yo ya lo suponía, pero lo que de verdad me movía a interesarme era descubrir qué podía haber en aquella caja. No dudé en trasladarle mis condolencias y en explicarle que una vez al mes, su padre venía a vernos para abrir su caja fuerte. Ella lo desconocía.
– No sé qué podría tener mi padre en esa caja…
– Lo sabrá, pero deberá venir con el testamento de su padre y el abogado del banco lo bastanteará para permitirle el acceso. Busque entre los enseres de su padre una pequeña llave con un trece troquelado en su parte superior.
Cuando el abogado dio su conformidad llamé a la hija para proceder a la apertura. Ella estaba más indiferente de lo que yo esperaba y yo más nervioso de lo que debía. Bajamos a la caja fuerte y le expliqué el protocolo:
– Usted debe abrir una cerradura con su llave, yo abriré la otra con la mía y dejaré la puerta entreabierta sin ver el contenido. Después saldré durante el tiempo que usted necesite para revisar y retirar lo que considere. Si me necesita, llámeme.
Tardó menos de lo que hubiera supuesto y más de lo que mis nervios admitían. Solo me hizo una pregunta, después de cerrar la caja.
– Me explicó por teléfono que mi padre venía una vez al mes a abrir esta caja. ¿Algún día en concreto?
– Sí, puntualmente cada día trece.
Lo imaginaba. Mi madre murió un día trece. Mi padre era más romántico de lo que suponía.
Una lagrima corrió por su mejilla.
Y yo me quedé pensando…hasta hoy, ocho años más tarde.
Nuestra sucursal se cierra. Como Jefe de Cajas de seguridad he tenido que contactar con todos los titulares de cajas para informarles de que deben venir a la oficina para cancelar el contrato y retirar sus pertenencias. No he conseguido contactar con dieciocho clientes. En algunos casos ya no son clientes del banco, pero nunca devolvieron la llave. En el caso de la hija de D. Juan no opera con nuestro banco, pero la última semana de cada año nos envía una transferencia por el importe anticipado de la comisión de la caja seguridad. La he llamado al teléfono móvil que tenemos en su ficha, pero no contesta, e incluso me he acercado al domicilio de D. Juan. Los nuevos propietarios del piso no tenían tampoco el teléfono de la hija. En estos casos, el banco contacta con un cerrajero para abrir las cajas y con un notario para que de fe de lo que encontramos en ellas.
Hoy abriremos dieciocho cajas, relacionaremos los objetos que encontremos y el notario firmará las actas. Las pertenencias quedarán precintadas en bolsas individuales y serán custodiados por el banco en una caja de seguridad más grande y común para todos. Esto sería un trámite administrativo más, si no fuera por la caja trece.
Como quien se reserva el postre para el final he decidido abrir la caja trece en último lugar. En las otras diecisiete cajas ha habido un poco de todo: en once casos la caja estaba vacía, en cuatro hemos encontrado escrituras y legajos sin ningún valor. En una partes de una cubertería de plata y un reloj. Abrimos la trece.
– Deberíamos llamar a la policía -dijo el notario.
– Sí, permítame hablar con el Director de la oficina antes, y con el departamento de seguridad, aunque no creo que tengamos ningún protocolo para estos casos.
– ¿No huele, verdad, Sr. Notario?
– No, y podría dar fe de ello. Perdone…
Cuando el señor Juez decidió que la policía se llevase la mano disecada observe como brillaba la alianza en su dedo anular y que las uñas llevaban manicura francesa recién hecha. Me pareció un tipo de manicura extrañamente inapropiada para una señora mayor.
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