En mi larga carrera como maestra de primaria he tenido la oportunidad de conocer distintas historias de infancia, esas que te conmueven el alma, tanto tristes como alegres. Puedo recordar , por ejemplo, estar hablando un largo rato con la madre de dos alumnas, explicándole que una de ellas tenía problemas de conducta y al final de la charla, la señora me pregunta de qué hija le estaba hablando, si de la rubia o de la morocha (yo le hablé todo el tiempo con el nombre de la niña)., o cuando logré que un chico de esos que se dicen malos, pida disculpas por lo mal que había hecho a sus compañeros, y tantas anécdotas más.
Trabajando en escuelas con alto nivel de necesidades básicas insatisfechas en la población escolar, se viven historias terribles con las que uno como docente tiene que aprender a convivir: el lenguaje carcelero, el que los chicos conozcan tipos de armas, el empezar el año y descubrir que tienes algún alumno muerto, son cosas que al principio te espantan y luego, lamentablemente, pasan a formar parte de tu trabajo, obligándote a construir una armadura para que esas situaciones no se hagan carne en tu propia vida. Eso lo aprendí con los años.
Al inicio de mi carrera conocí a Sebastián. Un niño de nueve años tan adulto como cualquiera de nosotros. El tenía muy claro que para vivir, tenía que trabajar y además estudiar para llegar a ser alguien en la vida. Eso era lo que le enseñaba su papá. El padre era el ídolo total en su vida. Ante cualquier cosa que se le preguntaba o historia que espontáneamente me contaba, estaba su papá en medio. El chico salía a vender por la calle, los pastelitos que hacía su mamá. Iba a la escuela en un turno y en el otro, caminaba y caminaba, vendiendo pastelitos. Cuando faltaba a la escuela, él solito venía y se justificaba:” es que tenía que vender muchos pastelitos, porque no había plata en casa, pero mi papá me hizo copiar la tarea”: Y me mostraba que había vuelto a hacer todo lo que ya había hecho.
Un día, mi mamá me dijo que le había comprado pastelitos a un chico que iba a la escuela donde yo trabajaba. No lo podía creer. Estaba bastante lejos del barrio de la escuela, para que haya llegado hasta ahí caminando. Desde ese momento, mis padres le compraban todos los días porque era un niño simpático y además alumno mío.
Algunas veces Sebastián, venía con los ojos llorosos, incluso una vez vi que su ojo estaba más que colorado. Ante mi pregunta él me dijo: mi papá me pegó, porque no compré los papeles que tenía que traer a la escuela con tiempo y por eso llegué tarde. Mi papá tiene razón, fue mi culpa”. Otras veces se ponía furioso con los otros chicos cuando le desaparecían cosas, les gritaba:” Yo trabajo para comprarme mis cosas, ustedes no tienen por qué sacármelas.” Más de una vez, tuve que frenarlo para que no golpeara a sus compañeros. Era feliz cuando escribía con su lapicera de pluma. Era el único que tenía ese tipo de lapicera y decía que era porque él trabajaba para tenerla. Tenía una capacidad increíble para resolver cálculos matemáticos, pero se le complicaba la escritura. Muy solidario cuando se planeó salir de excursión con el grupo, ofreció los pastelitos de su mamá para vender y recaudar fondos. Aún recuerdo su sonrisa, con esos dientes de paleta recién salidos, esas pestañas larguísimas que envolvían sus ojitos marrones que reían más que su boca cuando se sentía feliz. Así era Sebastián, el vendedor de pastelitos.
Sólo lo tuve un año como alumno. Al año siguiente, Sebastián ya no era alumno de la escuela. Oí que se habían mudado a una ciudad balnearia a cuatrocientos kilómetros de BsAs. Lo extrañé, y guardé su recuerdo como uno de los niños que me hizo dar cuenta de que mi vocación docente era real.
Años después, en otra escuela cercana, recibí una alumna que apenas vi, se me representó la carita de Sebastián. Fue instantáneo su recuerdo, porque era idéntica. Más aún cuando leí su apellido. Era el mismo. Fue así que le pregunté si era pariente. La niña me dijo que sí. Sebastián era su hermano. Pero había muerto a los quince años por un golpe que le había dado su papá.
¿Sebastián, muerto a manos de su ídolo, su papá? Inmediatamente se me estrujó el corazón, sobre todo al recordar las veces que el chico hablaba de su padre, cuando me contaba que le había pegado con razón, cuando le agarraban esos ataques contra sus compañeros. Todas esas señales, que por mi inexperiencia, no supe interpretar. La niña me contó, que su madre lo había denunciado varias veces por pegarle a ella y a sus hijos, especialmente a Sebastián por ser el mayor y el hombre de la casa ,si él no estaba. Pero nunca nadie le había hecho nada hasta que mató a su hijo y ahora estaba preso.
Muchas historias más pasaron por mi vida y tuve el privilegio o la mala suerte de vivenciar, pero Sebastián es el único que tiene nombre, el primero, el que me hizo conocer el dolor, el que me enseñó a ver más allá de las palabras, a darme cuenta que más allá de lo que uno piense, detrás de cada actitud de vida, se esconde una historia. Los docentes tenemos el honor de ser testigos de la infancia de mucha gente, la capacidad de hacer que se rían con todas las ganas o de marcarlos para siempre con una mala contestación. Pero los niños también nos marcan y aprendemos de ellos. Así como Sebastián me marcó a mí.
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