La madrugada de invierno, violentamente impersonal, acecha grisácea al otro lado de la ventana, agriando las dos cucharadas de azúcar que de tanto echarle al café, se han convertido en parte imprescindible de mi día a día.
Los niños duermen, cómo no. Duermen con la misma placidez con la que dormían anoche, cuando regresé a casa.
Me estiro, suspirando el humo del primer cigarrillo del día hacia esa lluvia pertinaz que me congelará los riñones en la zanja, mezclándose con el llanto ahogado del repiquetear de los picos y las palas. «Clin, clin «como gotas de sangre sobre un tejado de uralita.
Trato de recordar cuanto tiempo hace que nos cortaron la luz, pero no lo recuerdo. El mes nunca alcanza para mantas y las manos se nos atenazan en torno a los tazones de leche mezclada con agua.
– Enhorabuena, ya tienes trabajo.
Y más de tres meses de pagar atrasos. Meses igual de oscuros que antes. Igual de dolorosos.
Me lavo la cara con agua fría. Entro sigiloso a nuestra habitación y beso a mi mujer, que se retuerce suavemente, saboreando el falso calor de una cama en soledad. Al verla, percibo con claridad la intensidad con que han pesado más los disgustos que los años a su hurtada juventud. Lo veo en su negra melena encanecida y en el tono grisaceo de las bolsas bajo una mirada otrora brillante de esperanza. Llena de sueños que se fueron pinchando año tras año.
Beso a los niños, que sonríen en sus sueños de inocencia infantil, allí en su mundo en el que nada es demasiado importante…nada es inaplazable. Nada más valioso que un beso y un abrazo de su padre, al que tampoco hoy verán.
Apuro una lágrima antes de cerrar la puerta de la calle, calarme el sombrero impermeable y encender un nuevo cigarrillo.
<< Enhorabuena, me digo, tienes trabajo >>
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