-¿A qué te dedicas? -le pregunté para no saltarme el protocolo de las cenas en las que hay invitados desconocidos y se espera una conversación cordial cargada de respuestas insípidas e intrascendentes. Pero, contra todo pronóstico, no fue así.
-Soy obrero submarino, o lo era hasta hace unas semanas… -contestó con desdén. Mis ojos se abrieron como platos y mi atención se centró en su mirada esquiva encajada entre gruesas y toscas facciones. ¡¿Obrero submarino?, ¿qué carajos hace un obrero submarino?!
Me gustaría recordar el nombre de aquel hombre, sin embargo, por más que lo intento no lo consigo. Nos vimos solo esa vez; era una noche de invierno y cenábamos arroz, arròs al forn, en la casa de campo de unos amigos en común.
Durante los siguientes quince minutos el resto de los comensales dejaron de existir mientras nosotros dos nos sumergimos en una coreografía de tira y afloja, en la que él parecía querer evitar mis preguntas y yo insistía en desenterrar un pasado que me interesaba descubrir.
No llegaba a los 40 años de edad y ya se podía sentir en su voz el cansancio que se acumula con el trabajo poco agradecido, con el trabajo deshumanizado. Era la voz del desgaste físico y mental después de muchos días de faena seguidos de la soledad. Era la voz de alguien que siente que ya no pertenece a ningún lugar y que solo con dinero puede comprar el cariño.
-Bucear es mi gran pasión o, mejor dicho, lo era -comenzó a narrar con una voz monótona y cargada de pinceladas de derrota- …Cuando me ofrecieron mi primer trabajo en una construcción submarina lo acepté de inmediato. Parecía una oferta estupenda; estar mucho tiempo bajo el agua no era un problema para mí, se trataba de un contrato de solo 3 meses y la paga sonaba muy bien. Pensé que me dedicaría a esto solo una temporada corta y terminé trabajando en ello casi 10 años. Me tomaba dos o tres semanas de descanso entre curros y durante esos días me gastaba todo el dinero que había ganado en el último trabajo. Le compraba joyas a mi madre y a mis hermanas, invitaba a todos los amigos de fiesta y me pasaba días sin dormir. Dejé de formar parte de la vida de las personas a las que quería; me convertí en alguien de paso. Después de visitar la que una vez fue mi casa, regresaba a las profundidades del mar; allá a 30 o 40 metros bajo el agua en donde no sabes diferenciar las tinieblas de la soledad, de las submarinas.
Desde aquella cena pienso en cómo pasa desapercibido el trabajo y sacrificio que hay detrás de tantas edificaciones. Cada vez que cruzo un puente pienso en todas esas personas que lo pusieron en pie; en tantos anónimos que nunca han recibido ni recibirán una pizca de reconocimiento por sentar las bases, en toda regla, de nuestra civilización.
OPINIONES Y COMENTARIOS