Paramos el coche en un semáforo y vimos cómo se acercaba un señor muy mayor, sucio y harapiento, desdentado y con la mirada encorvada, podría decirse que algo ébrio.

Al ver mi ventanilla bajada me sentí atrapado puesto que en el fondo soy un miserable y nunca doy limosna, repitiéndome mi sempiterna excusa de que si somos así pues por algo será. Soy así, ruín, y nada me esfuerzo por cambiar.

Si subía la ventanilla tendría después que mirar hacia otro lado para no tener que soportar su acusadora y merecida mirada de es usted un hijo de la gran puta que me cierra su ventanilla para no darme una limosna de mierda.

Puesto que sentado detrás estaba mi hijo de tres años atento al vaso recogelimosnas, acorralado por el paladín del buen ejemplo, pedí vencido a mi mujer que buscase unas monedas en el cenicero reconvertido del coche con el que pagamos las autopistas, en el que siempre hay muchas monedas de un euro.

Mi mujer rebuscó durante un buen rato y me pasó una moneda de 50 céntimos. Tócate los cojones para la santa, tan rata como yo. ¡Hay que joderse!.

Total, que se asoma el vaso por la ventanilla, encesto los 50 céntimos, el señor mira con cara de podría haber sido peor y desde el fondo del coche el niño nos dice:

– ¿Qué le habéis dado?  ¿Una pastilla?

Tras la carcajada silenciosa y chasqueando como un látigo de tres colas apareció la punzante reflexión de la impecable sabiduría infantil.

¿Qué otra cosa sino le podríamos haber dado? ¿Su deplorable aspecto no era alarma suficiente para reconocer el deterioro de su salud? ¿No es nuestra obligación ayudar a los demás?

Una de  las lecciones que aprendí ese día sobre la naturaleza humana es que de fábrica sí queremos ayudar a los demás

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