Amir tenía ocho años cuando vino con sus padres a España. Todavía era muy joven para entender lo que él y su familia dejaban atrás: afectos, amigos y demás familia, pero sobre todo sus costumbres, su religión y su idioma. Perseguían un sueño que les proporcionara un futuro mejor, lejos de las guerras y la pobreza de las cuales habían sido testigos. Lo habían perdido prácticamente todo, con excepción de la esperanza en encontrar un mundo mejor.
No fue demasiado difícil para Yora, su padre, encontrar un trabajo de albañil en una empresa constructora que buscaba mano de obra barata gracias a la mediación de una ONG. Era un gran cambio para aquel profesor en Libia y que ahora había pasado de ser maestro a un simple peón o aprendiz. A pesar de todo se sentía contento porque los tres podían vivir en un pequeño, pero limpio y acogedor, pisito. Amir iba al colegio y aprendía a hablar español al igual que muchos otros conocimientos que todos los niños aprenden a esa edad.
Los años fueron pasando y la crisis económica sacudió Europa y en especial al sector de la construcción en España. Yora perdió su empleo que nunca volvió a recuperar. Angustiado, sin recursos y sin apoyos familiares recurrió a las calles de la gran ciudad. Se convirtió en un hombre invisible cuya identidad llevaba la marca de la mendicidad intentando vender pañuelos de papel con la mayor dignidad posible. Sabía que con su presencia incomodaba a muchas personas que paraban en el semáforo camino al trabajo. Algunos le ignoraban, otros se sentían abrumados y algunos, los menos, se rendían ante sus conciencias permitiéndole obtener un pequeño ingreso diario.
A todos les asaltaba la misma duda y se preguntaban:
– ¿Realmente necesitará el dinero o puede que sea simplemente un vago que no busca otras alternativas? ¿Se estará aprovechando de la buena voluntad de las personas?
Lo cierto es que no había respuesta. Cada uno elige las que justifican sus acciones. Algunos consideraban su presencia como una agresión social puesto que había organizaciones caritativas que ya se ocupan de ello, justificando su negativa a la ayuda solicitada. Pasando por alto que hay una historia personal detrás de cada hombre o mujer invisible, como era el caso de nuestro protagonista. Moverse en un mundo de miseria e inanición no es fácil. Las ayudas son limitadas y los accesos a la información están al alcance de los que tienen medios económicos. La mayoría de las veces su única salida es la mendicidad.
Yora pasaba largas horas mendigando para asegurar que Amir siguiera yendo al instituto y pudiera terminar sus estudios de Secundaría. Quería que la vida de su hijo fuera mejor que la suya y pudiera labrarse un buen futuro. Al cabo de unos meses tuvieron que abandonar su vivienda. Ya no podían pagar la renta y se mudaron a una habitación con derecho a cocina en casa de unos conocidos. Por aquel entonces, su esposa Nilda consiguió un pequeño ingreso cuidando a una anciana durante unas horas al día. Sus tareas consistían en atender las necesidades de la impedida señora, limpiar la casa y tener la comida preparada para cuando regresasen los miembros de la familia. Era un trabajo intenso y poco reconfortante, pero era la única ayuda importante para la economía familiar. Con ello y lo que su esposo sacaba a la puerta del supermercado les permitía tener una cierta estabilidad en el hogar que se había visto reducido a una habitación de doce metros cuadrados, pero que era su lugar de referencia, un refugio donde poder soñar y tener proyectos de futuro. El hogar proporciona seguridad y raíces, y ellos luchaban para mantenerlo. Aquellos que por los avatares de la vida son privados de un techo pierden la esperanza en el futuro, y Nilda y Yora eran conscientes de ello.
Amir tenía 15 años cuando falleció Doña Remedios y su madre se quedó sin empleo. La inesperada pérdida agravaba la crisis en la que la familia se había sumido, al igual que lo estaba el país. Su padre había perdido la esperanza de ese mundo mejor que un día le hizo abandonar su país natal en busca de nuevos horizontes en la tierra prometida. Amir sentía el peso de la responsabilidad hacia los sacrificios que sus padres habían estado haciendo por su futuro. Era su turno. Había llegado el momento de dejar la niñez y los sueños de juventud para ponerse al frente de su familia y traer un dinero a casa. Cogió una chaqueta de su padre que le venía que ni pintada, pues ya era un buen mozo, y salió en busca de trabajo. Su búsqueda no dio resultado. El tiempo apremiaba y su única salida era pedir en la calle, en esas calles tan trilladas por su padre en los últimos tiempos. No quería parecer un vagabundo, un muchacho sin formación, sin aspiraciones. Había luchado mucho en la escuela y en el instituto para acabar así. Sentía pena de sí mismo, pero sabía que sin su ayuda tendrían que abandonar esa pequeña habitación donde convivían esperando tiempos mejores. Lo perderían absolutamente todo. Se puso una gorra para no ser reconocido por conocidos y compañeros de clase y cruzando Madrid de punta a punta pasaba las mañanas cerca de un semáforo de un barrio acomodado de la capital.
Una mañana, cuando pasaba su bote de metal dando los buenos días a los transeúntes esperando recibir alguna moneda, un hombre de mediana edad se detuvo y le miró a los ojos. Vio a un muchacho que luchaba entre la vergüenza y la humillación. Vio a un joven cuyos sueños se habían visto truncados y que tenía el coraje de enfrentarse a la vida haciendo aquello para lo que nadie ha venido a este mundo: mendigar. Sintió compasión e impotencia. Volvía a revivir los recuerdos más dolorosos que yacían dormidos. Quería ayudar a ese joven y dejando un billete de 20 € le preguntó por su nombre.
-Me llamo Amir, señor. Muchas gracias. Es usted muy generoso.
-¿A qué se debe que estés pidiendo en la calle?
Amir, asombrado por la pregunta, le explicó su situación familiar. Llevaba semanas en la calle y nadie le había mirado a los ojos. A nadie parecía importarle su desgracia. La mayoría le rehuían y miraban con desprecio o lástima. ¿Qué estaba ocurriendo para que ese hombre bien vestido se interesase por él?
-Yo tuve un hijo, ahora tendría tu edad… pero ya no está entre nosotros. Lo perdí tras una larga enfermedad. Tú me recuerdas a él y quiero ayudarte. Volveré mañana a la misma hora.
Pasaron los días y cada mañana a la misma hora ese señor con traje de color gris oscuro y corbata a rayas paraba para dejarle siempre un billete azul en su bote de hojalata. Hablaba con él unos veinte minutos y se marchaba. Llegó una mañana y no volvió. Pasaron dos, tres y cuatro días y no regresó. Amir sabía que su benefactor desaparecería algún día y parecía haber llegado el momento. Sintió tristeza y un cierto desconsuelo. Otra vez más el destino parecía darle la espalda. Había sido simplemente el espejismo de una vana ilusión.
Pasaron las semanas y la tristeza se apoderó de su corazón. Ya no le importaba el dinero. Era su amigo, Por alguna causa que no comprendía a entender había dejado de interesarse por él. O tal vez algo grave le había ocurrido. Había perdido al único amigo con quien había podido conversar sintiéndose aceptado y no juzgado. Alguien a quien le importaba. Alguien que en cierta medida mendigaba al igual que él. Estaba solo y necesitado de afecto. Había perdido algo más importante que el dinero, el amor de un hijo y el calor de una familia. No tenía a nadie con quien compartir su soledad. A pesar de tener todo para vivir desahogadamente, la pobreza anidaba en el fondo su alma. La pobreza no es únicamente la falta de bienes materiales o incapacidad para cubrir las necesidades básicas. La pobreza está presente en aquellas personas que tienen carencias y éstas pueden ser de muchas clases: afectivas, sociales, económicas o espirituales.
Una mañana después de mes y medio se le acercó una señora de mediana edad y le preguntó si se llamaba Amir y si era el muchacho a quien su hermano le había estado ayudando. Le comunicó que venía de parte de él porque recientemente había fallecido, pero antes de marcharse le había pedido que le buscase y le ayudara a salir de la calle. Que le proporcionase un futuro digno como si fuera su hijo. La señora le ofreció un trabajo como jardinero en su casa con la condición de que siguiera estudiando para poder así seguir ayudando a su familia. Consiguió un trabajo limpieza para Nilda, su madre, en la casa de una amiga y poco a poco los problemas se fueron aliviando. Doña Lucía le pidió como condición que se comprometiese a estudiar la carrera de derecho como le había prometido a su hermano Julián. Así pues, Amir siguió estudiando y trascurridos ocho años se graduó y en poco tiempo entró a trabajar en el bufete de abogados que llevaba el nombre de su benefactora,. Ambos habían cumplido el compromiso adquirido. Amir devolvió con gratitud, tesón y esfuerzo todo lo que había recibido de sus padres y de sus benefactores, pudiendo tener el futuro añorado.
Todos ellos fueron testigos de que en la lucha contra la pobreza es imprescindible tener una actitud solidaria. Tenemos que salir de nuestra zona de confort dejando que en nuestro mundo “perfecto” entren otras personas que para la sociedad son invisibles, siendo conscientes de que todos ellos tienen una identidad y una historia personal. No permitamos que Amir, Yora, Jairo, Gabriela o Juan vaguen por las calles de semáforo en semáforo o en las puertas de los supermercados siendo los hombres y mujeres invisibles a nuestras conciencias.
El fracaso de una sociedad radica en la existencia de la pobreza. Es importante entender que todos somos responsables en cierta medida. Los gobiernos como administradores de las riquezas colectivas deben diseñar y emprender acciones que sirvan para erradicar la pobreza en el país y en los países del mundo. Es un momento propicio para la reflexión y la acción. Tener una conciencia social solidaria es un paso hacia delante en la lucha contra la pobreza. Educar en la solidaridad hacia los más desfavorecidos es una semilla plantada para la construcción de un mundo mejor.
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