Desde esta esquina, de la que soy dueño temporal, veo como te acercas avanzando desde la lejanía. Indecisa y zigzagueante como una fina gota de lluvia que no acaba de encontrar su lugar en el espacio urbano. Una paseante. Un espectro más arrastrado por el torbellino de la multitud, que se adelanta hacia mi posición como podría hacerlo hacia cualquier otra parte. No eres más alta ni más espectacular que las demás y, sin embargo, eres la primera mujer que capta mi atención en esta  mañana de finales de otoño. ¿Echarás algo en la cestita de mimbre que tengo a mis pies? Doble contra uno a que no. Que a ti te haya llamado la atención no significa que sea generosa, te dices, aunque no puedes dejar de pensar en tu estómago antes que en tu corazón y te sorprendes a ti mismo volviéndote a decir que no estaría nada mal que lo hiciera, porque acaban de sonar las campanadas de las once y todavía no has recogido más que calderilla, unas cuantas perras que no sabes si te darán siquiera para un bocadillo. Miras de nuevo hacia el extremo de la calle. La ves ahora más de cerca,  aproximándose con paso distraído, casi se diría que a cámara lenta. Se echa hacia atrás un mechón de su melena rubia, se cambia el bolso marrón de brazo, se para a mirar el interior de una tienda. No disimules más, le grito sin palabras, no es necesario, ya sé que me has visto y que has oído mi melodía. “Ya no estás más a mi lado, corazón…”
 Vamos acércate, chica, no tengas miedo, que no te voy a hacer nada malo, ni siquiera a robar, los músicos de la Romanía no hacemos esas cosas, estamos bien educados, ¿sabes?, no te fíes de nuestro aspecto. Más valdría que le tuvieras miedo a tus paisanos antes que a nosotros, que sólo nos limitamos a sobrevivir—mi idioma mudo desearía ser, en este momento, telepático— A sobrevivir y a tocar el acordeón ante la gente apresurada que pasa, como tú,  por esas calles cuyos  nombres jamás aprenderemos a pronunciar como es debido.
 “Y en el alma sólo tengo soledad…”  Soledad, ¿ése es tu nombre? Y si no es ése, ¿cuál es, entonces? ¿Lola, Carmen o tal vez María? María… se dice igual en todos los idiomas, ¿sabes?  ¿María a secas? ¿María del Amor? ¿María del Deseo? ¿O, tal vez, María de la Decepción?  Venga, mujer, acércate un poco más y, al menos, mírame. No a mi aspecto ni a mi vestimenta, sino a los ojos. A mis ojos, sí, a esas esferas de colores rellenas de lágrimas que a todos los humanos nos igualan, sea cual sea nuestra procedencia y clase social. Los míos no deben ser feos, chica, no es presunción, te lo juro. Lo intuyo cuando pasáis a mi lado y por un instante me miráis a ellos fijamente para después continuar sin deteneros hacia vuestras compras y quehaceres cotidianos. Ojos eslavos, eso dicen. Ojos glaucos e iridiscentes de ave al atardecer, eso pensaba yo de otros en que una vez vi los míos reflejados. Ojos febriles y amorosos en tránsito hacia la crueldad, que pueden darle luz a vuestras vidas y apagarla después, de la misma forma en que se extingue de un soplo el cabo de una bujía cuando hemos encontrado una forma mejor de iluminarnos. Aunque, contemplando esa silueta, esos labios en los que se adivina un rictus de escepticismo, y esa manera de andar cimbreante, el ánade salvaje desfallece en su vuelo por un momento y añora una cálida laguna meridional en donde pasar el invierno que se avecina. Ahora que estás más cerca  puedo deleitarme en todo tu esplendor y mirar, como quien mira un volcán ambulante, esas colinas redondeadas que marcan tus jeans, esas montañas horizontales que se insinúan bajo tu suéter y que ya empiezan a estar algo vencidas bajo el peso de los días fugaces. Pero para empezar a conocernos quizá deberíamos saber algo de esos días, meses, años, en los que no hemos existido el uno para el otro.  Si te detuvieras un momento, desconocida, si quisieras compartir conmigo el tiempo de echar un cigarro, entonces…yo podría dejar de tocar el acordeón, buscar para los dos un rincón al resguardo de la intemperie, y, quién sabe, tal vez podríamos interpretar a dúo una versión actualizada del flautista de Hamelín o simplemente charlar un rato.  Podría empezar hablándote de mí. En ese caso, yo intentaría pronunciar las frases de tu lengua con un cuidado exquisito para que no perdieras detalle e iría saliendo de mi boca y afluyendo a tus sentidos un tropel de imágenes desordenadas e inconexas, como la propia existencia. Figuras de cosas y de lugares que desconoces y que probablemente nunca conocerás.  Podría poner ante ti, como quien abre una estela hecha de sueños, las amplias avenidas de Bucarest. Te podría hablar de la gente que se sienta en los cafés inmemoriales a ver pasar el tiempo mientras sorbe la dulzura engañosa del licor de ciruelas. De antiguos monasterios perdidos en las montañas en los que los iconos bizantinos refulgen a la luz de lámparas votivas. De los umbríos bosques transilvanos cuyos abetos manan aun la sangre vertida por Vlad Dracul… Eso haría si quisiera conquistarte mediante el don de la palabra. Y si viera en ti algún signo de correspondencia, podría hablarte de cosas menos pintorescas y un poco más melancólicas.  Te podría hablar del tiempo y del espacio. Del viento del este que me impulsó hasta aquí como un puñado de tierra, el mismo viento que trae dolores de cabeza a los habitantes de las ciudades marítimas, del que dicen que, si se prolonga mucho tiempo, arrastra consigo la piedra de la locura.  Y también sobre la desesperación del que espera. Aunque no sepa muy bien qué. De ese caos inabarcable del que no tiene nada mejor que hacer en todo el día que ponerse en esta esquina a tocar las dos o tres canciones del repertorio de tu país que se ha aprendido y algunas otras del lugar de donde vengo que todavía no he olvidado. Aquí, siempre aquí, en este lugar, quieto como una estatua, desde la mañana a la noche, quemado por el sol o aterido de frío. También, si quisieras seguir escuchándome, podrías oír historias no ya melancólicas sino decididamente tristes. Historias de degradación, de búsquedas imposibles de la felicidad a través del estrecho túnel de la vida. De cómo un día uno amanece y se da cuenta de que ha pasado la juventud y que ella se ha llevado consigo la esplendorosa promesa de artista y nos ha dejado un mendigo canoso al que nos cuesta reconocer en el espejo. Te podría contar eso y mucho más si te detuvieras un instante junto a mí, pero sé que no lo harás. Tal vez dudes un momento, e incluso hagas el ademán de sacar el monedero,  pero mi pequeño aguijón de avispa sonora poco podrá hacer para perforar esa coraza invisible que llevas puesta, laboriosamente tejida con los hilos de la timidez y los prejuicios.
   Pasarás de largo y yo…no volveré a verte más que en la eternidad, en otra parte, muy lejos de aquí, ¡demasiado tarde!, tal vez nunca.

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