Madrid, 31 de diciembre.
El tráfico estaba cortado por la celebración anual de la popular San Silvestre Vallecana. A lo lejos, pude ver a algunos de los miles de corredores que desafiaban festivamente al gélido invierno madrileño. Conecté la radio para amortiguar los bocinazos de los automovilistas atrapados en el monumental atasco. Una emisora retransmitía la competición deportiva que me mantenía cautivo, bajo un sinfín de luces navideñas, en las proximidades del Paseo de Recoletos. El locutor de radio hablaba del dominio etíope en la carrera cuando una anciana golpeó el cristal lateral de mi coche, mostrándome, risueña, un colorido mensaje dibujado en un cartón: ¡FELIZ PRIMAVERA!
– Vieja loca -pensé, en un primer momento.
Con cautela, abrí la ventanilla para darle una moneda.
– Gracias por sus flores, caballero -contestó la anciana-, mis gatos se lo agradecerán.
Su voz, acompañada de una meliflua sonrisa, era música celestial entre tanto claxon encolerizado.
La vieja señora sujetaba el cartón con una mano y con la otra trataba de mantener cerrado el cuello de la raída chaqueta que cubría su cuerpo enjuto. Mi mal humor se disipó por unos segundos. Avergonzado, busqué más monedas en el bolsillo del pantalón, pero, en ese instante, vibró el teléfono móvil con un sms de mi mujer:
«¿Tardarás mucho, cariño? No olvides el cava para brindar con las uvas. Nuestros hijos ya están en casa, solo faltas tú.»
Por el retrovisor, pude ver a la anciana acercarse al coche que me seguía. Los aspavientos que hizo el conductor de dicho vehículo , me indicaron que la indigente no había tenido la misma fortuna que tuvo conmigo (si es que a una moneda de 2 euros se la puede llamar fortuna). La mujer no se arredró ante el desabrido sujeto, y continuó su renqueante peregrinaje entre los coches. Dejé el teléfono en el salpicadero, activé el limpiaparabrisas para retirar los primeros copos de nieve de la noche, solté el embrague y avancé, desesperado, un par de metros. El atasco se prolongó durante 40 minutos en los que apenas recorrí medio kilómetro. Perdí de vista a la anciana, pero su recuerdo se agazapó en mi corazón durante toda la noche de fin de año. Fue una velada entrañable a pesar de las imágenes antagónicas que poblaban mi cabeza.
Tras las doce campanadas, las uvas de rigor y el burbujeante cava, los abrazos y las felicitaciones de mis hijos me parecieron ronroneos. El confeti, adherido al pelo de mi esposa, me transportó a un lejano jardín repleto de flores exóticas. Alcé la copa y, ante el estupor general de mi familia, brindé, compungido, por una Feliz Primavera.
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