Le gustaba ayudarlos, pero de una forma especial porque para él no era suficiente darles un mendrugo, lo que él quería era curar su aspecto interior, más bien lo que le interesaba era encontrar una clave que magnificara su alma, que la reviviera y les diera la oportunidad de integrarse a la sociedad. Por eso, permanecía horas y horas dándole vueltas a los métodos más adecuados para que los mendigos abandonaran su desgraciado destino. Como la tarea de la apreciación y razonamiento era tan larga, este hombre no acudía mucho a las reuniones del grupo altruista de voluntariados. Además, como era una persona de acción muy poco comunicativa actuaba bajo sus propios principios. Se llamaba Clemente. Era bajito, muy enclenque, con un pelo espeso y gran copete, de aspecto limpio y cuidado. Lo conocían todos porque al saludarlo en las cafeterías o los bares, sus conocidos siempre le preguntaban sobre las acciones altruistas que realizaba en ese momento, él respondía con voz aguda y convincente que estaba consagrado a un tratado sobre el espíritu de los pobres. Se le tenía como un filántropo que rescataba a los desamparados para convertirlos en personas dignas y su método era asombroso, ya que cuando encontraba a un pordiosero, se detenía en seco y se ponía en cuclillas a unos cuantos metros del desgraciado y comenzaba la tarea de la observación y traslación osmótica. Los transeúntes que rara vez tiraban una moneda a los pedigüeños, no se daban cuenta del proceso de simbiosis espiritual que sucedía en ese momento frente a sus narices. El fenómeno que le acaecía a Clemente era el de la levitación que actuaba solo en su alma porque su cuerpo permanecía sujeto a la acera, esa elevación era más que espiritual, era una sensación metamorfosea, sentía que se salía de sí mismo y se trasladaba a los otros cuerpos, luego penetraba en el armazón de carne y hueso de algún desgraciado y empezaba a percibir los acontecimientos más tristes de su vida. Pasadas unas horas se terminaba el proceso de teletransportación y volvía en si. Cuando se filtraba de nuevo en su propio cuerpo, traía consigo una infinidad de impresiones que acomodaba en su espíritu, para analizarlas después. Poco a poco se iba incorporando tal como lo hacen las mariposas recién nacidas al salir de su dura y frágil armadura. Algunas veces se daba cuenta de que algunos distraídos le habían dejado unas monedas a sus pies, entonces las cogía y con mucho cuidado se las entregaba al desvalido que, hacía unas horas, había sido objeto de su análisis místico. Luego, Clemente se iba a su casa y no salía por varios días, incluso semanas. Trabajaba en su pequeño estudio, tenía sus cuadernitos de pasta dura acomodados por fechas en su estantería, además había todo un tratado de los sentimientos humanos elaborado por el mismo, las obras completas de Freud y la biblia. Era muy paciente y analizaba con excesivo cuidado sus apuntes, su lentitud se debía a que cada una de sus acciones debía ir encaminada a motivar a las personas que habían caído en desamparo para que se pudieran superar y salir del bache. Un día salió de nuevo a la calle urgido de una respuesta especial que le permitiera lograr algo asombroso e impactante para salvar a la humanidad de la desgracia. Por azares del destino, todos los desvalidos que encontraba en su camino no le servían para el fin que perseguía. De pronto, sintió que se alejaba de su barrio y que un efecto de telequinesis lo conducía hacia algún lugar, se dejó llevar y poco a poco fue distinguiendo al ser que lo arrastraba. Era una mujer joven pero con una vida trágica, tal vez la más desafortunada que conocía él hasta ese momento. Voló a su encuentro, incluso comenzó su viaje astral de forma anticipada para mezclarse con el alma de la mujer antes de verla. Así fue, cuando el cuerpo de Clemente llegó hasta donde estaba la joven, él ya tomaba notas de los sufrimientos de ese espíritu maltratado y oprimido. Así permaneció sentado al lado de la mujer marchita. Pasaron las horas, luego los días, después las semanas. Tenía a sus pies, acumuladas, varias pilas de monedas puestas escrupulosamente, a su lado la mujer dormía un sueño profundo del que de vez en cuando salía para exhalar un hálito de su alma.
Clemente parecía una de esas estatuas vivientes que abundan en los parques y plazas de las grandes metrópolis. Al pasar a su lado algunas personas lo reconocían y le dejaban de manera simbólica una moneda. Cuando alguien preocupado preguntaba si estaba bien que permaneciera allí tanto tiempo, la respuesta era que no había motivo de preocupación, que seguramente esta vez sí encontraría una ley universal, la más trascendental, quizá. Pasó mucho tiempo y Clemente se integró al hormigón de la acera y quedó incrustado en el muro en el que se recargaba. La mujer hacía tiempo que había desaparecido. Sin embargo, Clemente llegó a resolver el misterio de la injusticia pero su inmovilidad no le permitió revelar todo lo que había llegado a deducir y comprender.
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