PRÓLOGO.
El silencio es lo que me mató sin morir, lo que la desconfianza metió en el saco de la nada, lo que el camino encontró delante de sus pasos y se partió para no llegar. El silencio atesoró el odio y crucificó las palabras. El silencio es el último eslabón de la soledad eterna. Lo que destruyó lo creado por nosotros, lo que no entiende la vida.
Las lágrimas son lo que me diste después de un fracaso, lo que nunca será porque no tuviste el valor de volver a vivir. Las lágrimas me encadenaron a los recuerdos que nunca quise tener. Y aún así las paseo cada día con mi sonrisa.
Buscarte es lo más doloroso que le sucedió a mis ojos, y aún cuando se vistieron de luto, dejaron estar vivos.
Morir es lo mejor que me pudo pasar al verme desnudo en tus sábanas vacías. Morir es un acto de lujuria que me puedo permitir.
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SILENCIO.
Quien dijo que nosotros no podíamos volar olvidó vestir su alma.
Tú volaste discreta al otro lado del corazón, sin alas y sin red.
Delante de mí un desierto, las notas rotas de una guitarra y sed.
Detrás de mí la locura, las ganas de morir para no sentir.
A lo lejos las nubes rojizas cabalgaban en el horizonte,
permitiendo dormir al amarillo sobre el asfalto de una carretera sin nombre.
Y en medio del desolado espejismo aquel café meditaba sobre tu mirada,
que lo llenaba todo cuando se acababa el aire y enmudecía la vida muerta.
Y en él dije que sólo amaba tu sonrisa, un teatro y la espera de verte.
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Dormía el amanecer cuando escribiste tu vida en el papel de la mía, y sudaron los suspiros.
Te apoderaste de mi cuerpo, y sin querer evitarlo abrazaste mi alma con tus ojos,
y me rendí a la suerte.
A partir de ese momento, yo no lo sabía, pero empecé a morir.
Me dijiste en voz baja, para que no te oyera el silencio ni la memoria,
que la poesía era para los escritores, que tu poesía era la vida en un vaso de cerveza,
pero no tenías medida del tiempo, ni reloj, ni prisa, ni pausa…
ni lugar alguno donde despertar.
Tu soledad era tan concurrida que apenas hablaba;
apenas se quejaba del frío del mundo, apenas caminaba.
Yo sí caminé por el desierto, oyendo a tus cadenas decir que no eran tuyas;
escapando de mis miedos, temiendo tus viajes antes de conocerlos,
para no caer en tu propio destino, arrastrándome contigo al abismo sin palabras;
en el más absoluto silencio, ese que duele porque no tiene respuesta,
ni conoce pregunta alguna, ni se oye aunque muera.
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En ese marasmo de desesperación perseguí tu sombra sin conocer su misterio;
y aún cuando no te alcanzaba me posaba en tu olvido, y él en el mío.
No tenías a quien salvar y me ofrecí voluntario, cometiendo el error de pensarte desnuda,
aunque hacía demasiado tiempo que me ofrecieras tu ropa en una copa de vino.
Te vestiste de dudas deseando que adivinara tus secretos sin preguntas,
dejaste tus penas al lado de la cama y tiraste las llaves al infierno para que no las viera,
como hacen los ojos ciegos de luz cuando quieren pasear por sus párpados.
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No quise ver las pétreas losas de desamor que te flanqueaban como losas de mármol caliente,
porque siempre tuve miedo al adiós mudo que te precede y que duele tanto;
y preferí esperarte en la vigilia de la esperanza a que recuperaras un rumbo inexistente,
quedándome varado como un barco fantasma tras la niebla de tu indecisión,
deseando impunemente que el faro que tenía encendido para ti guiara tu oscuridad.
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Y aunque intenté traspasar las paredes impertérritas de tu boca muerta,
y me aferré a tus lágrimas invisibles, como hace la muerte con sus victorias,
me perdí en el cementerio de la procesión de los mudos,
intentando olvidar los recuerdos en los que tú no estabas y yo estaba ausente;
y morí en el intento de vivir sin tu misterio, sin tu risa, sin tus suspiros;
pronunciando tu nombre tan alto como pudo mi voz encarcelada por la pena;
imitando a los poetas malditos, esos que saben que no tendrán más vida propia
que la de conocer la muerte de sus propias sílabas moribundas.
Esos que abandonan a su suerte a las palabras sin letras;
a las letras sin espacios, a los espacios sin renglones,
a los renglones sin papel y al papel sin tinta.
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No hay locos, todos están cuerdos, callados pero cuerdos como los recuerdos.
Recuerdos que te dicen cómo eres sin conocerte, que te gritan y desprecian lo que tocas.
Mandé matar a mis sueños sin ti y me suicidé en tu presencia;
y en un ataque de cordura y sinrazón alcancé tu corazón en un pozo sin fin.
Te dije que carecía de valor para recordar la tristeza que te abraza a gritos-
Te dije que si no me acompañaba tu sonrisa, esa que me habla cuando tú no estás,
seguiría mí camino con mí locura detrás, persiguiendo mí suicidio.
Pero no me hiciste caso. Preferiste no hablar. Cerraste los ojos de tu alma.
Me hiciste el amor pero mataste la palabra, y al matar la palabra murió la pasión,
y al empeñarte en callar dejaste morir mi ausencia, y dejé de existir.
Y el silencio desahució tu amor por mi, dejándome en la cárcel del dolor.
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Te empeñaste en matar la sonrisa, en enterrar tu esperanza,
en esconder las pesadillas en el laberinto de la nada, lejos de mis ojos,
y cuando te llamé para cogerte de la mano mis rosas perdieron su verdad.
Y en ese empeño se me fue la vida y la cordura, y quedé ciego,
y la tristeza se convirtió en dolor y el dolor en un infinito insomnio de llanto,
y los espejos también lloraron, y me devolvieron tu nombre mojado de pena,
y escondieron tu olor, y se vistieron de luto.
Y volvió la ausencia vestida de circo ambulante, y las mentiras hablaron,
y las verdades se preguntaron quienes eran en medio de la nada.
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Pero aún recuerdo con nitidez, a pesar de los gritos del infierno,
que el día en que me acerqué a tu caravana y llamé a tu puerta me abrió una sirena.
Recuerdo que te pregunté si sabías volar y no me contestaste,
lo tuyo no eran las palabras, ni pocas ni muchas.
Pero el tiempo, que nunca miente, me dijo con voz gastada,
que los vagones vacíos de tus excusas estaban llenos de lágrimas sin derramar,
y no era necesario que hablaras porque enmudecías lo que tocabas, aunque yo no lo sabía.
Lo que si sabía era que si matabas la palabra, moría mi ausencia,
y no volvería a amanecer.
Con el tiempo el silencio se rindió a tus pasos, ensordecido por la tragedia de tu alma,
y tu tristeza habló por ti, como hablan los muertos, decidida a no mostrarse,
y mis poesías caían en al abismo de la desesperación, y se ahogaban para siempre.
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Pero antes de que pudiese adivinar que el vacío te comía los ojos,
y la pena llamaba a tu puerta aún cuando no estabas,
iluminaste aquel teatro en el que actué por primera vez, y las letras cobraron vida,
y los personajes vestidos de ángel de la posguerra de Berlín se pasearon entre aplausos y tú.
Y con aquel traje negro y un haz de luz detrás, sentí por última vez que aún vivías.
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LLORARTE
Al día siguiente de tu entierro el autobús que llevaba la noche a tu casa lloró por ti.
Lloró el camino que se acordaba de tu sonrisa y un asiento vacío empezó una carta.
Me bajé en la parada de tu café con el nombre recién borrado, y lo lloré todo.
Guardé nuestros deseos en un calendario, recogí tus fotos y nos inundamos en el llanto.
Y empezó a llover con tus lágrimas, y se puso el sol con tu silencio.
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BUSCARTE
Te busqué siempre en los vasos vacíos de cerveza que fuiste dejando detrás de tus infiernos;
en las lágrimas amargas que te comían los ojos cuando dejaste de volar;
en las preguntas que aprisionaban mi desesperación como paredes de hormigón.
Te busqué porque desde que me mató tu voz muda me quise morir de verdad:
y temiendo volverme loco quemé lo que quedaba de tus ojos en mis fotos y grité.
Grité las mentiras debajo de las piedras en las que escondías tus verdades,
intentando no tener miedo a la locura que me hablaba en las vigilias.
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Te busqué siempre, desde aquel día que al no reconocer la voz que pronunció mi nombre,
una mirada me dijo sin yo saberlo que sólo podría ser la pena de un recuerdo;
y con unos ojos apagados, tan ausentes como tu presencia, me despedí de tu cansancio.
Te busqué en la insoportable tristeza de la culpa que negó las huellas de la locura;
en las fotos que encarcelaron nuestros pensamientos en los manicomios de los por qués.
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Te busqué en las letras tristes como los negros nubarrones de tus cartas sin abrir;
en los imposibles momentos sin vivir, atormentados de la fatiga de los interrogantes.
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Te busqué siempre en las hogueras de los vagabundos, donde refugiabas tus anhelos.
Y sin querer encontrarte me tropecé con tus sueños paseando a solas,
que me hablaron de una canción antigua con alma de trapecista,
camino de un cabaret en medio de una fiesta llena de payasos,
que preguntaban por ti cuando aún los recuerdos murmuraban alegres tu nombre;
y llamaban a mi puerta en el sopor de las noches solitarias como dudas.
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Te busqué en el amargo tedio del que nunca te dejaste salvar;
subí a la cruz de las lágrimas amargas que comían despacio tus pasos;
escribí un último poema que no pude llorar nunca porque no tenía puntos;
me busqué en la amargura de los vinos que nunca podremos compartir,
y peregrinando por los campanarios fui dejando un rastro de nada.
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Te busqué como quien busca el tesoro de sus amaneceres,
y cada noche vino la locura a visitarme vestida,
poniendo su alfombra de velas para mi viaje,
dejándome huérfano, desnudo y sin nacer.
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Pero un día, cansado de buscarte en el naufragio de la vida;
olvidé tu voz, decidí guardar tu olor y las fotos que aún me miraban,
en el cajón del calendario del tiempo que pudo existir;
enterré el dolor que me recordaba a tus penas,
y me ahogué para siempre.
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No reconocí tu mirada inexistente, ni la tristeza que ocupara tu nombre;
y aunque no pude evitar la ternura reflejada en todo lo que tocabas,
ni el vacío que dejaste en mi cama después de matar las palabras;
volví a aquel café en el que tu sonrisa me hablaba,
y no quise volver a tener miedo de tu ausencia.
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