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Por un desencuentro se erigió una cruz en Pocitos; de esas que sirven para guiar a las almas perdidas. Se le ofrendan flores pero jamás se halla consuelo por lo perdido. Desde entonces el Cerro del Muerto -que raya el horizonte de ese rescoldo del México revolucionario -, despierta en cada crepúsculo y hace que bufe el viento. Todo sucedió una mañana invernal del año decimotercero…

La señalética indicaba Avenida Eugenio Garza Sada, pero los usos y costumbres seguían reverenciando a Pocitos. Dicha pujanza de “lo nuevo” y la resistencia de “lo viejo”, pasó inadvertida para Tomás, quien acicaló su playera fosforescente y comenzó a trotar por estrechos tramos sin asfalto, señalizaciones maltrechas y fantasmas caídos. El tránsito de vehículos ya era para entonces una vorágine, que combinada con el andar de la gente, planteaban un drama en ciernes.

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María caminaba entre mezquites y profuso olor a establo, hacia la residencia donde hacía labores domésticas. Parecía sortear la orilla de un precipicio. Modestas casitas y callejones alineados desde la Comunidad de los Brujos hasta Aguascalientes, evidenciaban el antiguo trazo de Pocitos a la usanza española. En cambio, el otro rostro del camino era un reducto de progreso: El Parque Industrial Tecnopolo y el Instituto Tecnológico de Monterrey. El corazón del semidesértico Pocitos, irradiaba modernidad y a la vez, un dejo de abandono.

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María vivía en Ejido Los Pocitos. Sintió mucho frío pero evitó tomar camión. Estaba empeñada en ahorrar y adquirir una consola de videojuegos para su hijo. <<Quiero que Daniel pase menos tiempo en la calle>>.

Tomás pasó corriendo junto a ella y vio un minisúper OXXO. El letrero de equis y óes, le hizo evocar los besos y abrazos virtuales que Rosaluna enviaba a su celular. Sin embargo, al igual que las tienditas de abarrotes, Rosaluna era un recuerdo.

 
El viento arreció. Una procesión -en aras de la Virgen María -, detonó pirotecnia y los perros callejeros aullaron lastimosamente. La veleta de la granja aledaña a la encrucijada de Paseo Molino, dejó de estar atascada y comenzó a girar sobre su elevada torre, dando agudos e intimidantes rechinidos. Era como un gigante guardián resurgiendo de los escombros y colmado de luz.

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Daniela conducía hacia el Tecnológico de Monterrey. Llevaba la intensión de parar en el minisúper a comprar café y hacer una recarga telefónica. Su rostro juvenil pintaba ilusiones. Llegó a Pocitos desde el Este por Avenida Guadalupe González. Notó a un deportista de playera fosforescente y repentinamente un impacto en el parachoques la hizo frenar bruscamente. En el suelo yacía el cuerpo inerte de un niño: Daniel, el hijo de María.

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La noticia se esparció como incendio y así se consumió. Se dijo que Daniel iba a la tienda por dulces. Para Tomás, el niño cruzó sin precaución. Daniela, desencajada por el golpe del destino, insistió: <<Salió de entre los autos como un cervatillo>>.

A María se le apagó la luna de sus ojos. En eterno rito, esparce flores y musita: <<Debió tener esa consola>>.

Fin

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