En el portal donde vivía cuando era pequeña había un patio. Al entrar, un cartel amenazante prohibía el paso a las personas ajenas a la comunidad. Siempre daba un poco de mal rollo leerlo al abrir la puerta. Era un patio grande con enormes bancos de piedra, desde donde se mezclaban conversaciones que se escapaban de las ventanas abiertas. Cuando conseguía vencer mi timidez me pasaba allí algunos ratos. Y ahora pensando, realmente de aquellas tardes solo queda algún recuerdo flotando sobre el resto.
Ese día había ido con una vecina y una amiga del colegio, estábamos en esa edad en que las chicas no necesitan más que un lugar dónde contarse sus cosas. Era un domingo por la tarde soleado y frío, estábamos en la parte más alejada del patio, frente al garaje, guardándonos de los niños que llenaban sus pistolas con el agua de los grifos que distribuidos estratégicamente permitían regar las plantas. Entonces apareció el chico extraño que siempre estaba acompañado de sus padres, tenía más años que nosotras, barba, y cada vez que te lo encontrabas en el portal te clavaba una mirada cargada de deseo, su padre lo controlaba y tú te ibas un poco asustada. Ese día lo vimos salir a la terraza de su casa. Lentamente acomodó sobre una mesa un mantel, volvió a entrar a su casa y salió con una copa dorada, entró de nuevo y salió vestido de cura, nosotras dejamos de hablar como el que pagó para ver un espectáculo.
Nos dio misa, habló de la palabra de Dios, nos bendijo, se arrodilló y nos dijo que podíamos ir en paz. Volvimos a casa y conseguí la atención de mis hermanos mayores que pedían detalles y se reían con muchas ganas. Al principio disfruté de tener una historia divertida que contar pero luego me sentí triste. Nunca pude aceptar que uno naciera sin posibilidades para ser uno más.
FIN
C/ González Besada, nº 23, OVIEDO
33007
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