Los perros habían dejado de ladrar. El incesante aullido de aquellos chuchos, que noche tras noche dejaban insomnes a gran parte del vecindario, se había ahogado, por fin, en la espesura de ese calor nocturno que asolaba Sevilla en pleno Agosto. Entre mis pegajosas sábanas y sin poder pegar ojo hasta ese momento, no acertaba descifrar qué habría provocado el milagroso silencio que por fin imperaba en la calle.
El silencio. Ese sonido antónimo a su definición. Ese fallo de concepto que se vuelve zumbido leve en cualquier tímpano urbanizado, para no evidenciar la falta de sonido.
Poco duró el milagro. En breve, estremeciéndome entre el duermevelas de mi propia reflexión filosófica, otra nube de ladridos retomó el pulso a los aguerridos tímpanos del barrio. Respiré sofocado. Era el síndrome de las ventanas abiertas. El sinvivir de una noche de 30 grados. La tediosa serenata nocturna de una noche de verano, con poco amor y mucho bochorno.
De pronto, un nuevo alarido canino señaló otra tregua entre los balcones colindantes. Otro silencio sepulcral. Otra esperanza para noctámbulos. Esta vez duró algo más que el anterior espejismo, pero con cierta timidez, al principio, y más decididamente unos instantes después, el concierto perruno regresó a su partitura habitual. En cambio, mis abatidos oídos cada vez percibían menos intensidad coral en los timbres nada melódicos ni acompasados de esos supuestos guardianes de la noche.
La atmósfera, aun desde mi cama, comenzaba a tornarse atípica. ¿Qué estaba sucediendo ahí fuera? ¿Qué o quién dirigía esa orquesta en la que cada vez participaban menos ladridos, a las 3 de la mañana, y donde por seguro un auditorio repleto deseaba que se terminara la función para poder planchar la oreja a gusto?
Por suerte y como cada noche, mi cerebro pudo hacer un mantra de aquellos insolentes alaridos nocturnos y dormí por buen seguro varias horas seguidas. Al despertar, en vísperas del amanecer, la cantinela musical seguía su ritmo marcado para esa noche. Fanfarria coral con llamativas pausas dramáticas.
Mi avezado oído se percató de que solo restaban tres timbres animales de todo el enjambre nocturno. Conforme amanecía, un último alarido puso fin a toda esa esperpéntica noche, plagada de tonos y desatinos de cabecera. Justo ahora, pensé yo, que todo el vecindario se levanta, ellos paran.
Después de desayunar, salí a la calle y mi ojos casi se salen de sus órbitas. Según avanzaba por la calle, pequeños charcos de sangre se acumulaban bajo los balcones de los números colindantes a mi portal. Gotas frescas de sangre seguían cayendo desde distintas alturas, en lo que parecía una dantesca escenificación de la lluvia ácida. En las aceras y el asfalto de la calle, pude ver mientras me acercaba al coche, varias piedras de tamaño considerable, con restos de sangre e incluso pelo de perro.
Por lo visto había gente que llevaba mucho más tiempo sin pegar ojo en mi calle que yo, y desde luego, con más mala leche acumulada.
CALLE CASTILLO DE UTRERA, SEVILLA
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