Se abren las puertas y así finalmente se extiende el olor a sudor y alimentos. Subo las escaleras del metro Insurgentes con ganas de respirar aire fresco.Me acerco al punto donde se bifurcan las salidas. La luz del sol se asoma mientras que el olor a carnitas provoca un vértigo en mi estómago. Me es difícil decidir qué rumbo tomar después de tantos años lejos. El letrero de la Avenida Oaxaca me invita a decidir.
Veo la Fuente de las Cibeles y me viene el recuerdo de cuando mi padre nos anunciaba que ya estábamos cerca de la casa de la tía Esperanza. La idea que recibiría el chocolate licorizado, Postre, después de la comida me provocaba añoranza. A pesar que esto es un recuerdo, mi boca se había humedecido. Me cae el veinte que no será posible saciar esa necesidad. Decido no seguir ese camino confiable. No habrá chocolate: la tía Esperanza ha fallecido.
Siento la necesidad de buscar refugio ante un sol quemante y un aire contaminado. Me desenvuelvo en el laberinto concéntrico al Parque México. Con los brazos abiertos, el teatro al aire libre, Lindbergh, me recibe con sus típicos pilares al estilo Art Decó. A un costado se vé la fulminación espectacular de agua, que bañan a sus habitantes avíferos. Me acerco al lago y veo a patos, gansos y sus descendientes en comun. Se trata de una nueva especie cuyo nombre ignoro.
Cruzo el puente y noto cómo el resplandor del agua cristalina logra inmiscuirse a través de las ramas de las jacarandas y palmeras. Me transporto al mundo mágico de mi infancia. Decido sentarme en una de las banquitas rústicas. Me reclino en uno de los troncos arbólicos que sostiene el tejado y visualizo los talleres de manualidades que organizaban los domingos por la tarde al cual mi madre solía llevarnos.
Un encantador de perros me saca de esa burbuja y me encapusla en el rito de sus perros pupilos. En frente de mí hay más de diez perros sentados y sueltos de cualquier yugo – en una condición de trance. Esperan a que el encantador les llame por turno. Estoy segura que detrás de esa pose seria y elegante de los sabuesos se esconden unas papilas gustativas humedecidas, muy parecidas a las mías en vísperas de recibir el chocolate licorizado de la tía Esperanza.
El trajín diario del parque sigue su curso. Entre niños que corren, la viejectia que con lentitud camina a bastón sin sentirse perturbada por el movimiento a su alrededor, la pareja que estrena manos y besos en el rincón de una banquita, o el joven que parece no querer mezclarse con su entorno y encapusula sus oídos con audífonos casi imperceptibles, y sin embargo goza de la libertad y reglas sociales que predominan en el parque, me doy cuenta que este vestigio prevalece a través de los años. Ni mapas, ni recomendaciones: el Parque México fue, es y seguirá siendo el lugar de encuentro.
FIN.
Parque México, México, D.F.
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