Cuando nos mudamos de casa, de San Juan de La Arena a Piedras Blancas, tenía sólo diez años y muchos sueños en la cabeza.

La gata Lola estaba ahora metida en una caja de galletas María apretujada y temblorosa.

Ya habían transcurrido tres meses desde que mi hermano la hubiese rescatado del corral en la que había nacido. Lola apenas comía nada, se iba a morir, y convencimos a mi madre para traerla a casa: «sólo por unos días, hasta que empiece a comer» nos había advertido.

La parte trasera del edificio daba al mar y me asomé a la ventana para echarle el último vistazo:

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  Estaba en calma, como dormido, una brillante e inabarcable turquesa de la naturaleza.

Recorrí sus aguas lentamente, memorizándolas, guardándolas en mi corazón.

A lo lejos, el faro solitario, guiando con su luz a los barcos en la noche, para que no se perdieran.

A la derecha, por  la montaña que separaba La Arena de Ranón se deslizaba un parapente anaranjado como si fuera una pluma.

Unas bicis cruzaban el camino arenoso que conducía a la playa de los Quebrantos, salvaje, llena de troncos, de palos y de galipota ( así llamábamos al alquitrán) y de carbón fino y juguetes, restos de un naufragio, que ahora el mar escupía con las mareas: un camión sin ruedas, una muñeca sin un ojo, o un tren sin locomotora.

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Respiré profundamente, para empaparme de todo el salitre que la brisa me regalaba, y me llegó mezclado con olor de tortilla de patatas de Conchita la de abajo y con el perfume a sábanas limpias del tendal de Josefina.

El prado estaba en pleno agosto cuajado  de mis flores fucsias favoritas: las carpobrotus.

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Recordé  todas las tardes de verano jugando a las mariquitas en el prado, al escondite y al béisbol, corriendo del Prim, para que no se comiera  mi bocadillo de Revilla de un mordisco.

Y a nuestras madres, sentadas en la acera, cosiendo, leyendo y riendo hasta que el sol caía rendido a los pies del mar como una gran bola incandescente, anunciándonos que ya había llegado la hora de cenar.  

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Al bajar las escaleras con las bolsas, me crucé con Armando, el  obrero de  mi padre que había venido a ayudarnos con la mudanza.

Quiso ayudarme. Le dije que no. Fuego en mis  mejillas. Su piel canela resplandecía por el sudor. Su bigotito me hizo cosquillas en los labios.

Sabía a miel. Y le abracé. Entero, como si fuera el mar que jamás sería mío. 

Ya en el coche, de camino, los edificios desdibujándose, una lágrima me delataba.

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Al sacar el pañuelo del bolsillo se cayó una nota: » Te esperaré».

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