Los olvidados de la calle Laurel.

Los olvidados de la calle Laurel.

Gretta Hernández

07/04/2016

Los  olvidados de la calle Laurel.

Por Gretta Penélope.

Estrellita.

Los vecinos no la quieren. No paga las cuotas para el mantenimiento del edificio, le gusta escuchar boleros y chachachá cuando todos duermen, pero es  mujer generosa. Con su escasa pensión de afanadora, cobija  a tres generaciones de mujeres, que como ella,  no  encontraron  un buen amor y duermen en  cama dura, sin un brazo masculino  que les apriete las costillas.

Es primavera, el sol cae sobre las banquetas cuarteadas y cubiertas por flores lilas de los árboles de  jacarandas que pueblan la calle. El calor tiene a los moradores del edificio  mudos y quietos dentro de sus casas. Sólo Estrellita, empeñada en abrir su ventana desvencijada, irrumpe con el jaloneo de la herrería.

Detrás del cristal manchado, me guiña un ojo  y con el dedo índice me pide acercarme. A media voz, susurra que está sola y aburrida de cuidar a la bisnieta, me invita  un traguito. Es  medio día y su aliento huele a ron. 

Estrellita se desprende de su viejo  camisón y bamboleándose se mete  en un traje rojo de tela sintética. Tararea una canción que sólo ella conoce y baila descalza  presumiendo sus días de tacones altos.

 A Estrellita poco le importa lo que la gente opine. Sabe que dentro de poco sus huesos descansaran junto con las mandíbulas de sus muertos y a pesar de tener el esqueleto cansado, aún  baila y sueña  dentro de su pequeña habitación, envuelta por una neblina de brandy mexicano.

Pascual.

Desde que su madre murió sentada sobre una crujiente  silla de madera, Pascual se volvió acumulador. Papeles, neumáticos, trastos con comida rancia se amontonan por distintos espacios de lo que alguna vez fue una cocina, un comedor. Un hogar.

Los sonidos de animales que  rasgan y caminan entre los bultos, palpitan en las paredes del apartamento.  En su recámara, tiene colgado del marco de la ventana, una serie de luces, de esas que se montan en el árbol de navidad y centellean en oscuridad. Pero es mayo y las luces aún están allí. Pascual confiesa que nunca las quita, no las apaga. Dice que le da alegría verlas parpadear cuando su casa queda sombría, le recuerda el tiempo en que  vivía su madre y no se sentía tan solo, como ahora que los vecinos le miran apenas y le huyen los niños en la calle.  Pascual no recuerda cuándo nació, ni siquiera recuerda  qué edad tiene.

Estrellita y Pascual son los olvidados de la calle Laurel. Nadie les abraza, ni les saluda por las mañanas,  no les interesa saber que sus corazones están vacíos, tan vacíos como el concreto agrietado de la calle Laurel. 

FIN.  CALLE LAUREL. CUIDAD DE MÉXICO. 

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Pascual.

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