La distancia se lleva en la piel, en los zapatos y, sobre todo, se lleva en el corazón.
Hace muchos años estas calles fueron blancas y no había lugar para que otro color entrara en ellas, pero un poco a la fuerza —tal vez se desbordó el río, tal vez fue un escupitajo del cielo, de Dios— cambiaron.
Todo era blanco, y estas calles tan porteñas se sentían orgullosas de eso —creo—. Con su losas cuadradas que aún disfrutan soltar chorros de agua al menor contacto de los desprevenidos pasos que las pisan, con sus autos estacionados tan pegaditos entre ellos a lado y lado de las aceras, con su caca de perro estratégicamente puesta para ser esparcida con mayor facilidad en cada una de sus adornadas baldosas; estas calles cambiaron de color.
Dependiendo de como se mire, blanco puede ser la ausencia del color (el sueño, la utopía), pero también, blanco puede ser la suma de todos los colores. Y, justamente esa es la lucha constante de este barrio, de esta ciudad: alejar los colores, o darles un orden, un lugar, su lugar. Basta ver las entradas de estos edificios, tan porteños, tan europeos —creo, creen—, con sus luces iluminando una puerta grande, mientras otra, a un costado, más pequeña, por su puesto, queda fuera de foco. Justamente por esta última es que entran las mujeres que limpian sus casas, mujeres de color opaco y, por lo general, de avanzada edad. Muy seguramente antes de llegar al departamento al que entrarán por la puerta de la cocina, se cruzarán en algún pasillo con un hombre de color marrón claro, el encargado, llamado también en otros países conserje.
Pero no son sólo los edificio, los almacenes también son testigos de esta organización. Pasando la calle, unos 50 metros a la izquierda, hay más color café, café oscuro: se trata de una verdulería que, como casi todas las verdulerías de la ciudad, es atendida por una familia de bolivianos —voces suaves, tímidas, que se hacen firmes a la hora de cobrar—.
También hay amarillo. Unos 30 metros a derecha del departamento en el que vivo, aparece un supermercado con un cartel de Coca Cola. El cartel no dice el nombre del local, tal vez porque sus dueños —con voces firmes que no tienen intención de ser entendidas— saben que sea cual sea el nombre, serán llamados simple y llanamente “chinos”, para hacer referencia, por supuesto, a su lugar de procedencia.
Pero no hay que olvidarse de los amos absolutos del barrio, los perros. Muy coloridos ellos, con sus paseadores que los llevan en grupos de 5, 10, 12 al mismo tiempo, con sus tiendas de ropa y comida, sus spas, ocupando sillas en los cafés, llenando la noche y madrugada de aullidos histéricos y caprichosos.
ARCE, PALERMO, BUENOS AIRES.
FIN
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