Aquella tarde de mayo, después del colegio, no pudimos jugar al fútbol. Yo era un mocoso de trece años. Por eso, hasta mucho tiempo después, no entendí bien lo que pasó. Fue en el descampado de la Raza, mi calle, aunque yo jugaba con los del Pocillo, que era donde había hecho amigos. Era un secarral donde jugábamos horas y horas, hasta que la noche hacía invisible el balón. Con unas piedras amontonadas delimitábamos el ancho de la portería y con la imaginación trazábamos en el aire un larguero ficticio que, por nobleza, aunque no sin discutir, establecía si el balón había sido chutado demasiado alto o si era un golazo por la escuadra. Todos jugábamos de todocampistas, excepto Hugo, nuestra estrella, delantero puro que regateaba hasta a las piedras. Le decíamos Schuster, por su pelo rubio cortado a tazón. Nuestro capitán era Juan Ramón, el más mayor. Los adversarios eran Paco, su hermano Rafita, Cipri y otros que no recuerdo. Alguna vez, por una patada mal dada o por un gol marcado de chupapostes, el partido terminaba en pelea.
Pero aquella tarde no hubo fútbol. Llegamos al descampado antes que nuestros rivales. Junto a la tapia, dentro de una caseta hecha con maderas y chapas, había dos chavales sentados en el suelo. Fuera un rubiales derrapaba con una Montesa roja. Eran mayores que nosotros. Se quedaron mirándonos. Entonces Juan Ramón, con el balón bajo el brazo, nos dio el alto con la mano. El de la moto derrapó y la rueda trasera levantó una polvareda que flotó sobre nuestras cabezas. Luego nos gritó.
—¡Piraos! ¡Y aquí no habéis vistoná!
Rugió otro derrape y otra nube arenosa atravesó el descampado. Hierático sobre la moto, parecía un sioux a caballo, altivo, observando a los vaqueros desde un alto risco. Su mirada era desafiante, pero su voz y su sonrisa parecían burlarse de nosotros. Por un bolsillo del pantalón asomaba el nácar de una navaja. Miramos a Juan Ramón.
—Chicos, no podemos jugar aquí. Es El Pirri con sus colegas. Vámonos.
—Es el de las películas, ¿no?
Me enfureció que nos echasen de nuestro campo. Rodeando la tapia encontramos al otro equipo y propusieron ir al descampado del Pocillo. Ya no jugábamos allí porque era más pequeño y por el suelo, junto a la tapia, entre hierbajos y escombros, siempre había jeringuillas. Era mejor aplazar el partido al día siguiente. Enfadados y cabizbajos, regresamos a casa, porque una tarde sin fútbol era peor que quedarse sin merendar.
Meses después vi a Pirri en televisión. Su foto, con sonrisa burlesca, llenaba la pantalla sobre una frase: actor detenido. Le pilló la poli después de dar el palo a unos viajeros del Metro. Sentí un escalofrío. Tras otro puñado de meses, volvió a ser noticia en televisión. Pusieron la misma foto. Le habían encontrado muerto en un descampado de Vicálvaro. Una sobredosis, dijo el locutor. Luego añadió: la heroína está ganando este partido por goleada, la juventud pierde.
FIN
Calle Raza (Madrid)
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