Era tan inocente que, aunque se llamaba Antonio, todos lo conocían por Tonti, diminutivo mutilado para dulcificar el diagnóstico emitido por la sabiduría callejera de los chavales del barrio. Barrio inclasificable donde convivían obreros, funcionarios, comerciantes, excombatientes, putas y chiquillos…muchos chiquillos, que jugaban a atacar a Antonio profiriendo aquel mote descorazonador: ¡Tooonti, Tooonti, Tooonti!…
Pero no tan tonto como para ignorar que los únicos seres que lo respetaban y querían eran su madre y Linda, una perra abandonada, vieja y pulgosa, experta sufridora por ser también blanco de la crueldad juvenil.
Esta era la razón por la que siempre andaba pegada a Antonio, quien no dudaba de salvaguardarla en su casa si arreciaba el ensañamiento; a cambio, si era él la diana del acoso, ella sacaba vestigios de la perra peleona de antaño y trataba, aunque inútilmente, de amedrentar al enemigo.
Este destino común hizo que, cuando Antonio se empeñó en tocar el clarinete, Linda fuera la paciente espectadora de sus infinitos ensayos.
Lentamente Antonio alcanzó con constancia lo que le negaba su falta de talento: ejecuciones tan discretas que le permitieron, sorprendentemente, entrar en la Banda Municipal de Huelva.
Fue una festividad del Corpus el día del debut. Para la ocasión estrenó uniforme azul con entorchados dorados. Y así, con el porte de un príncipe que lleva un clarinete bajo el brazo, salió de su casa para dirigirse a la Catedral.
Linda aguardaba en un recoveco de la calle, pero la intimidó tanto semejante indumentaria, que lo siguió a gran distancia, perdiéndolo de vista.
Tuvo que sortear un gran gentío hasta encontrarlo ya desfilando en formación con la banda. Gozosa del hallazgo, se lanzó sobre él derribándolo involuntariamente: un revoltijo de dorados, azules, y viejo pelaje perruno rodó por el suelo.
La noticia llegó al barrio antes que Antonio. Cuando lo hizo, la prestancia de salida había desaparecido: cojeaba; la gorra de plato, ladeada; las hombreras, en una mano; el clarinete enmudecido, en la otra; y el uniforme, sembrado de pelos mugrientos de Linda, que volvía a seguirlo disimuladamente.
Los vecinos más prudentes husmeaban tras ventanas y balcones; los más descarados, a pie de calle. Fue un linchamiento silencioso.
Iba a entrar en su casa, cuando Linda, como siempre, se coló entre sus piernas para adelantarlo. Instantáneamente Antonio se revolvió y, tras unos puntapiés disuasorios y una mirada lacerante, dio un portazo tan violento que retumbó en toda la manzana.
Linda, cabizbaja, se marchó acera adelante, desapareciendo del barrio definitivamente.
Cinco años después, al amanecer de un día de septiembre, la ladera del cabezo de la calle Aragón se desplomó sobre las viviendas construidas en su base.
Siempre se ha contado que en aquel escenario atroz vieron a una perra sin amo, vieja y pulgosa que rastreaba desesperadamente hasta encontrar un lugar donde, exhausta, se echó: eran los escombros que cubrían al Tonti.
C/ ARAGON, HUELVA
FIN
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