Los días transcurrían iguales para Wei Li. Mataba las horas leyendo la prensa en el patio de la casa que siempre llamó hogar. A su alrededor se sucedían cambios de los que era consciente a medias.  No sabía desde cuándo los vecinos más jóvenes tenían modernos móviles adheridos a las manos. Tampoco vio que la transcripción “Yongjia lu” pasó a acompañar a los caracteres chinos que nombraban la calle. Menos aún distinguía a los occidentales que iban viniendo a quedarse por turnos. Se sabía observado por ellos, pero jamás levantaba la cabeza de su periódico. El ama le reprochaba que usara la lupa para leer. “¿Cuándo se decidirá a comprar unas gafas?”; solía decirle. Él respondía con un gruñido. Rehusaba enfrentarse a esa nueva Shanghái que se le antojaba extranjera. Únicamente abandonaba su refugio, si era imprescindible. Para lo demás contaba con su ama fiel. La muerte de su esposa cortó los vínculos que le quedaban con la vida. Se limitaba a subsistir mientras esperaba a que llegase el final. No debía faltar demasiado.

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Una mañana, un taxi se dirigía al domicilio de Yongjia lu. “¿Cuándo llegamos?”; “pronto”; “abuelito, ¿qué bailan esos señores en el parque?”; “no es un baile, es taichí”; “¿eso qué es?”; “un arte marcial”; “¿como el kung fu?”; “algo así…”; “¿el bisabuelo hace taichí?”; “no sé…”;”deja en paz al abuelo. Disculpa papá, está muy excitado”. A Yang le gustaba su nuera. Se alegraba de que su hijo se hubiera decantado por una mujer de ascendencia china, tras tantas novias americanas. No entendía su empeño en que los acompañara a Shanghái. “Nos ayudarás a aclimatarnos”; dijo. Se veía incapaz. Poco importaban los reportajes vistos desde su sillón en Nueva York, absurdamente había esperado encontrarlo todo como hace cincuenta años. “No puedes marcharte; China te necesita”. Las últimas palabras que oyó de su padre resonaban como si fuera ayer. Pararon en un semáforo y el zumbido de las motocicletas eléctricas evidenció la ausencia de las antiguas bicicletas. Se adentraron en la Concesión Francesa. Aún conservaba las casas coloniales, pero muchos comercios mostraban una clara influencia internacional. Se fijó en una anciana que apilaba sillas sobre una carretilla. Al lado del montón en equilibrio imposible pasó un ejecutivo estresado. Creyó ver el desconcierto en la abuela.

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“Hemos llegado”; anunció el taxista.

El tiempo pareció retroceder. El enramado de cables y el estilo de la ropa tendida delataban la realidad. Al fondo del patio un viejo arrugado se inclinaba sobre su periódico con una lupa. “Es él. Ven hijo, nosotros primero.” Se acercaron con sigilo. Yang inclinó respetuoso la cabeza. “Padre.” El anciano se estremeció a penas. “Te presento a tu nieto.” No se inmutó. “Padre.” Nada. De repente, un grito infantil se abalanzó al galope. “¡Bisabuelo!”; “Pequeño Wei, estate quieto.” Ya era tarde. “¿Bailas taichí?”; “¡Wei!”. El viejo levantó la cabeza, miró uno a uno a las tres generaciones expectantes ante él. “Pequeño, ¿cómo te llaman?”; “Wei Li”. Sonrió. “Ama, prepara té. Tenemos visita.”

FIN

YONGJIA LU, SHANGHAI

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