Lázaro abandona la oficina cansado de un trabajo burocrático que aborrece. Ha pasado un día como tantos, acompañado de papeles que le hablan de asuntos que no le interesan, asomado a un ordenador por el que ve pasar la vida como por una ventana cerrada.
Ya al atardecer de una primavera que aún se resiste a abandonar el frío, se imagina a Pessoa intentando sentir el tedio de manera que no duela paseando por la Rua dos Douradores. Sonríe por la comparación excesiva que se le ha ocurrido. Baja por Hernán Cortés, donde vive, una calle quizá demasiado corta y angosta para personaje de tanto lustre como fuera el conquistador, pero a él le gusta su aire decadente. Lázaro escribe en el poco tiempo que tiene libre,quiere ser escritor pero hasta ahora solo ha publicado un libro en el que se mezclan poemas en prosa y narraciones cortas.
Saluda a Antonio, el pescadero, que termina de limpiar la tienda mientras llena de aromas marinos el recorrido taciturno de una ciudaddel interior, y a Ana, la camarera del Espantaperros, un bar que con su fachada de rojo atrevido colorea la costumbre ocre de la calle. Sube a su estudio, una pieza con cuarto de baño y cocina para entrar y salir de lado y un dormitorio suficiente, centrado por una cama grande, reclamo de una compañía que necesita pero rechaza confesar. La estancia principal es una sala llena de libros a presión en anaqueles atiborrados, folios manuscritos por encima de cualquier superficie y una mesa con un ordenador portátil al que se adhiere una botella de whisky siempre a medias, frente a una ventana que desea mirar al exterior sin conseguirlo del todo.
Lázaro recuerda constantemente a la mujer que lleva cruzándose semanas, de piel blanquísima que contrasta con un largo pelo azabache. Al pasar a su lado, ella le mira con sus ojos grandes y oscuros como envolviéndole, él agacha la cabeza tímidamente, aunque se vuelve con disimulo al cabo de un rato para ver de lejos como sus caderas le cambian el ritmo a la tarde.
Es viernes noche y en el rincón del bar, Jara y Lázaro intercambian miradas furtivas hasta terminar confesándose pesares y anhelos.
Los tacones de ella, cuando sube las escaleras con decisión, ponen música al deseo, él sonríe y la Luna actúa como testigo. En el estudio se enredan en caricias necesarias que prologan un sexo pausado que pretende atrapar el tiempo, o detenerlo. Una mirada de ella vale para desarmar cada esquina de su cuerpo. Los jadeos, que suenan a canción lírica contra la soledad, tiñen la noche pacense de celestes y blancos.
CALLE HERNÁN CORTÉS, BADAJOZ, ABRIL 2016
FIN
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