En el inicio de la década de los años 60, todas las calles de todos los barrios  se parecían entre sí. Al menos, a mí, desde mi visión infantil, así me lo parecía.

Pero en mi barrio, uno de tantos que habían sido castigados por los estragos de la guerra civil, pensaba que tenía que ser diferente, que cada calle tenía su propia identidad.

Mi calle era la más la más larga, no por eso la más importante, sino porque así lo debió marcar el terreno, siempre se lo escuché decir a mi madre, que no era arquitecta, era carbonera, como mi padre.

El nombre de mi calle siempre me pareció relevante, quizás porque cuando uno tiene tan poco, hasta las pequeñas cosas tienen mucho valor.

Yo vivía en la calle Moriscos.

De  los inviernos guardo como recuerdo su enorme duración y la crueldad del frío. En esos meses no pasaba nada y todo transcurría en el más sórdido de los silencios.

Sin embargo, llegado el verano, todos salíamos a la calle y la vida renacía, se volvían a escuchar las voces de los vecinos, los juegos de los niños, el paso de los transeúntes…

En la maleta de mi memoria sigue intacto el recuerdo de salir a la calle después de cenar a sentarme en mi silla baja, al fresco de aquellas noches  estrelladas de mi niñez.

Llegaban mis amigos y, sin que la idea de peligro hiciera hueco en nuestro pensamiento, jugábamos hasta que la noche se perdía en nuestros sueños. 

Entre juego y juego, de vez en cuando observaba a una mujer mayor, vestida de luto, sentada, silente, con la mirada perdida en el horizonte, con un gesto en su rostro que yo no comprendía y nadie me explicaba.

Su mirada inundada de tristeza me suscitaba la curiosidad propia de un niño que ya empezaba a abandonar de forma temprana y estrepitosa el territorio de su niñez.

El silencio era la única respuesta a mis preguntas,  extendiéndose con ello un manto de intriga que acrecentaba aún más mi curiosidad.

Tuvo que pasar mucho tiempo hasta que me lo explicaron: Aquella mujer de mirada perdida esperaba cada noche a la luz de la luna que su marido volviera. Al inicio de la guerra civil  lo fueron a buscar a su trabajo en aquellos camiones negros de la muerte y se lo llevaron, nadie sabe dónde. No pudo despedirse ni de ella ni de la vida.  Nunca más volvió a saber de él.  Ella, cada noche de aquellos veranos que yo recuerdo, salía con su pensamiento y su corazón al encuentro de la persona que amaba y que nunca más volvió a ver.  Murió de pena esperando el regreso de su esposo.

Cuando me contaron esta historia en voz baja, en un susurro envuelto por el miedo de las gentes de aquel barrio humilde, castigado por el único delito de ser obrero,  comprendí de una vez el auténtico significado de la palabra “ESPERANZA”.

FIN

CALLE MORISCOS.-  SALAMANCA

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