Mi barrio tiene muchos nombres: los pájaros porque así se llaman sus calles, los pajaritos porque sus casas son diminutas como pequeñas jaulas, y núcleo residencial “las aves” porque así nos reímos de gente pretenciosa.
Los edificios tienen cuatro plantas sin ascensor, pequeños balcones y estrechas escaleras. Por sus calles huele a comida caliente y atasco. En el centro, una plaza aún conserva algunos restos de antiguos jardines que ya nadie recuerda, ahora el césped lo forman piedras de todos los tamaños y las flores son restos de fogatas- algunas con plumas- que a veces se usan para comer pajaritos fritos. También existen cuatro bancos de hierro que aún mantienen, a trozos, la pintura verde que un día los cubrió y que el roce ha ido desgastando.
Los vecinos de mi barrio viven en las esquinas de sol en invierno y en las de sombra en verano, allí se cuentan los sucesos importantes de cada día: el embarazo de Patricia:
―La hija de Juana, la que vive en el bloque que hace esquina.
—¿Si esa niña hasta hace poco tenía chupe?
―Digo. Pues lo ha cambiado y ahora tiene una barriga.
El despido de Manuel:
—Con dos niños que tiene.
―¡Que mal está todo!
—Yo todo los lunes voy a llevarle perejil a San Pancracio. Por mí, que no quede
O la caída de Rosa la misma noche que Cipri llegó borracho:
—La pobre, siempre tropieza cuando viene el marido de juerga
―Bastante desgracia tiene para ir pregonándola por ahí. ¡Con lo buena que es!
Después, las madres, siempre terminan hablando de la comida que cocinarán para ese día.
Entre dos luces, mis amigos y yo, como si nos convocasen, acudimos cada día al bar Los Pollos- Casa Andrés,- aunque el dueño se llama Ricardo-. Un tipo bajo de protuberante barriga y acusada calvicie, siempre con barba de varios días y con una piel tan grasienta que parece salido de la máquina de asar pollos.
En el suelo, a esa hora, aún quedan papeles y restos de comida, por ello alguna vez se ha colado alguna rata que de certero puntapié algún parroquiano ha alojado al fondo de la imaginada portería que forman las patas de alguna silla del comedor, entre las risas y chillido del público y la detenida observación posterior de su cuerpo reventado.
—¡Mira que les tengo dicho que tienen que barrer! ―grita entonces el empresario.
Allí, y hasta la madrugada en verano, tomamos el fresco sentados en los veladores que dan a la plaza, mientras debatimos con Ricardo las noticias del día y alguna de los periódicos que merezcan nuestra atención.
Han pasado los años: la plaza tiene bancos nuevos, está enlosada y algunas plantas adornan sus arriates; el bar está más limpio con el nuevo dueño y las casas más viejas, pero pintadas. Yo cambié de barrio y amistades, pero ahora todos los viernes me reúno con mis gentes en el bar Los Pollos; porque sus ojos son mi mejor espejo.
CALLE MIRLO. SEVILLA
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