20160317_182256-2-13.jpgIgnoro cuánto tiempo exactamente llevo aquí. Dos, tres años, dicen. Podrían ser catorce. No obstante, me siento muy a gusto. Antes habité otra vivienda en este mismo barrio fantasma. Y más antes todavía, anduve vagabundeando por una zona indeterminada entre El Bierzo y Laciana. Definitivamente me agrada esta casa. Algo rara. Psicodélica, decía un amigo de un amigo. Yo la llamo Morada del Esplendor Geométrico. O la Casa del Sol Naciente. Por motivos obvios. Aunque no es morada: es blanca.

Al principio había otro tipo. Un tipo enorme, descomunal. Se llamaba Jake Perry. No era de nuestra raza, etnia o como digan ahora, pero era un buen tipo. Bruto, impulsivo, noble. Tenía un problema con la comida: devoraba irreflexivamente cuanto se le ponía delante. Murió. De una perforación intestinal provocada por algo que tragó sin masticar. Pobre.

Yo, por el contrario, examino e incluso olfateo minuciosamente cualquier bocado antes de hincarle el diente. Por eso permanezco vivo. Aunque tampoco gozo de una salud de hierro. Insuficiencia renal. Empastillado de por vida, ya saben.

Sentí su pérdida. Aun cuando llegaron los otros, seguí sintiéndola. Me refiero a la pareja, Bal y Layla. Decían ser hermanos, pero luego descubrí que no era cierto. Venían de lejos: Tiria, Siria. O Soria, no sé. Bal, ¡qué tío! Extremadamente guapo y al menos igual de estúpido. Simpático y simplón, disfrutaba pavoneándose, pero sobre todo corriendo, corriendo, corriendo (como aquel tal Gump). Y comiendo. Curioso: padecía el mismo mal que Jake, y del mismo mal descansa.

Ella era mucho más compleja. Un carácter atormentado y huidizo le impidió cualquier intento de relación estable. Algún trauma infantil, supongo. Un espíritu libre que sólo sabía hacerse daño a sí misma… Una mañana apareció por casa Lolo, el vecino. Se sentó junto a ella, en la terraza, e inopinadamente pasaron horas charlando. Intimaron. Flirtearon. Y ya fuera por confianza u otra clase de pulsiones, aquella tarde se fue con él a pasear al bosque. La violó detrás de una encina. Y yo lo supe y no hice nada (¿podía?).

Si te he visto no me acuerdo, claro. Y la infortunada Layla parió sola. Gemelos. Y se aficiónó peligrosamente a vivir siempre en el filo. Cada vez más en el filo. Con frecuencia marchaba sin saberse cuándo volvería. Hasta que un mal día no volvió. Para mí que la mataron. Lo leo en los ojos de sus hijos.

Y aquí sigo yo. Sobreviviendo. He prohijado a uno de los gemelos (al otro se lo llevaron), y, la verdad, aunque me toca bastante las narices, me hace mucha compañía en esta casa tan grande, blanca y geométrica que de lo contrario se me caería encima.

Hoy ha nevado. La blancura y el silencio acentúan el aspecto fantasmal del conato de urbanización. Siento la llamada de la selva, y me disculparán ustedes si ahora les abandono: he de ir a practicar el mushing. Adoro volar sobre la nieve arrastrando un trineo.

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