Acabo de conseguir un nuevo trabajo en una nueva ciudad. Normalmente salgo a las ocho y media y siempre me encuentro a Seinkoun, un guineano que vino a España hace un año. Suele estar sentado en el escalón de la esquina de la calle Casto Méndez Nuñez con Santa Cruz practicando con un tambor. Se fue de su país porque no entendían que la música fuera algo a lo que poder dedicarse. Para ello, cogió una mochila grande con sus cosas y se montó en la parte de atrás de un camión con otras treinta personas, a oscuras y sin agua. Después de días de viaje, se subió a una lancha, le dispararon nadando hacia Melilla y ahora está aquí pensando que quizá todo aquello no mereció la pena. Porque aquí solo se encuentra con las mismas miradas que desprecian que solo quiera disfrutar de su música, y, a veces, solo por el color de su piel. De eso hablan los ritmos que bailan en sus dedos.

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Otra calle más abajo, en la Calle Torre Nueva, suelo encontrarme a la dueña de una floristería recogiendo todas las plantas que deja sobre las aceras empedradas. Un día entré para ver si era cierto que dentro había una jungla y me dí cuenta que entre todos esos colores verdes, rojos, amarillos, había una persona gris que trataba de pintarse con ellos. Me dí cuenta que Ester, la florista, había escogido esa profesión porque su vida ya era demasiado triste como para pasarse ocho horas en una oficina fría y con poca luz. El aroma de las flores le permite renacer de vez en cuando, otras, camuflar su tristeza.

Justo antes de doblar la esquina de mi calle, en el Mercado Central, siempre veo a Amanda. Tiene dieciesiete años y desde que murió su padre trabaja de ocho de la mañana a cinco de la tarde en el mercado para ayudar a su familia a salir adelante. Su jefe no le deja hacer descansos, así que aprovecha a las 14:35, cuando se va al baño, para salir a fumar un cigarro clandestino, agobiada con la idea de ser despedida. Piensa en cada uno de sus hermanos con cada calada y la culpabilidad le contamina más que el humo. Pero no puede dejar de fumar. Ya lo ha intentado.

Cada día me cruzo en mi camino a tantas vidas anónimas que pasan como si solo fueran fantasmas que invaden un instante mis experiencias, casi sin rostro y, desde luego, sin historias. Esto me ocurre en el mundo en el que reivindicamos la humanidad como nuestro factor común y que, sin embargo, la arrastramos por las aceras sin el drama de lo que yo creo que es una auténtica catástrofe. Vivo una ciudad en la que solo existo mientras recorro las tres mismas calles que unen mi casa con mi trabajo, en la que solo me dedico a buscar entre las miradas que me cruzo otra que me diga: sé quien eres. 

 

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