Mi calle no tiene el color sepia de todas las calles de los recuerdos, la mía tiene el color de la vida y las estaciones que pasaron por ella, una a una, día a día, que conformaron y dieron finalmente el color de mi infancia.
Era una de tantas calles en un pueblecito pequeño, donde la vida transcurría sin grandes horizontes, solo la dehesa al norte, y al sur la carretera maltrecha e infinitamente reparada que apenas nos dejaba comunicarnos con el pueblo de al lado.
Empezaba en la plazuela de la iglesia y acababa en el ejido que le rodeaba, donde una pequeña laguna (casi una ciénaga) daba de beber a los animales al atardecer. Mientras, a lo lejos, el sol se ocultaba entre miles de colores que se fundían a negro en aquellas hermosas noches de mi tierra.
Por ella y en ella pasó mi infancia, llena de color y de vida; el color eterno de la piedra vieja y de las casas viejas llenas de “basilios” en invierno, la paja que al pasar dejaban caer los carros en Verano, el olor y el color infinito de la Primavera desde el ejido y por fin el amarillo triste del Otoño, cuya añoranza del Verano, lloraban los árboles en forma de hojas.
Miles y miles de estrellas sobre nuestras cabezas en aquellas noches solitarias, mientras a lo lejos se oía el croar de las ranas… Palabras soñolientas de las buenas gentes al fresco de las puertas y, sobre todo, la vida que pasaba suavemente de una estación a otra haciéndonos crecer; a lo mejor sin desearlo.
Puede decirse, que mi calle estuvo viva, sobre todo en nuestra alma de niños, y que todavía y a pesar de los años la recuerdo y vuelvo a ella en los momentos en que la vida se vuelve áspera. Siempre estarán ahí los colores y los juegos, las pitas del centeno, el carámbano de los charcos, la escarcha, las flores y las espigas. Siempre ahí.
FIN
SANTA ANA (CÁCERES)
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