Los vecinos se habían pasado de rosca. Era como si supiesen cómo joder a sus semejantes — en particular, a nosotros— sin que la policía tuviese ni ocasión, ni resquicio para intervenir. Esa noche los ruidos habían empezado a las dos. Durante veinte minutos, voces, gritos, golpes y ladridos lastimeros. Luego, silencio. Dos horas después, otra asonada similar con taconeos furiosos, arrastre de muebles y un tintineo de bolas trufado de nuevos ladridos; ladridos quejumbrosos que me mortificaban más que cualquiera de los otros ruidos. Cerca de las seis y media, voces, una puerta que se cierra y un animal, esta vez humano, que baja las escaleras de tres en tres.
Hacía mucho que en mi casa no se garantizaban noches normales. Y lo peor era que no había nada que hacer.
Verano, cuatro de la tarde, una de esas sobremesas ociosas en que una buena siesta trataba de reparar otra mala noche y la calle que se convertía, de repente, en un parque de atracciones: coches teledirigidos, risotadas… El vecino de arriba y sus secuaces acaban de ponerse a competir. Yo, primer piso. Insoportable. Desquiciante. Abro la ventana y grito con toda la educación de que soy capaz:
— ¿Habrá manera de dormir la siesta, por favor?
La respuesta es un disparo:
— ¡Ponte tapones, gilipollas!
La noche en que la música de rap acabó levantándonos los cascos, sí que dio tiempo a que la policía viniera. Los decibelios nos hacían justicia al menos por esa vez y la alarma que veíamos en otras caras que no eran las nuestras, también. Solo necesitábamos ¡nueve! sonometrías más para interponer la denuncia. Así comenzaron las madrugadas interrumpidas y las plantas de nuestros alféizares a amanecer salpicadas de ceniza y colillas.
No nos quedó otra que mudarnos. Lo hicimos con resignación, por comprar la paz, sí, pero con el dolor de que no se hiciese justicia. Delante de nuestra casa y de nuestra vida, el Parque de Atenas sería testigo de la etapa que se nos abría.
Al poco falleció Leíto, una vecina de mi antigua calle a la que había querido mucho. En contra de lo que me había jurado a mí misma, tuve que volver. A su casa, junto a la que había sido la mía.
Ya en la calle y ante mis ojos atónitos, se volvía a materializar la furgoneta con el eslogan de Dios y el vecino gualdrapa subiéndose a ella… Fernando, el hijo del viudo, me contó que después de la paliza que casi acaba con su vida, el muchacho había cambiado mucho.
Imágenes 1 y 3: CALLE DE PEDRO FERNÁNDEZ LABRADA. MADRID CAPITAL.
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