Ahí, en ese patio de cemento, aprendí a dar mis primeros pasos, a sostenerme sobre la bicicleta, a balancearme sobre los patines y la patineta. Se accedía a través de un gran portón de lámina negra de dos hojas, cerradas cuando no entraba o salía algún vehículo. En la primera casa del lado derecho había una mujer siempre asomada a la ventana en la planta alta. Era la bruja. Emitía un sonido gutural desagradable y el corazón me latía más fuerte cuando pasaba. A continuación, en una casa oscura, pesada, oliendo a viejo, vivía la señora que cada semana le traía el billete de la lotería a mi mamá, una señora mayor que siempre tenía un caramelo rojo para mí y que nunca le atinó al número ganador. Luego seguía ese gran patio donde estacionaban los coches y donde jugábamos todos, niñas y niños, que remataba en una barda muy alta por la que trepaba todo a lo ancho una hiedra, la única planta, el único verde, y a uno y otro costado, las casas. La nuestra era una de las seis, la tercera del lado derecho. Ahí, en ese patio con manchas de aceite, aprendí a compartir mis muñecas, a jugar a la víbora de la mar, a los encantados y a las escondidas, a saltar la cuerda. Ahí, teniendo como telón de fondo la pared cubierta de hiedra, organizaban las fiestas de cumpleaños con payasos de nariz colorada que nos sacaban carcajadas o con magos de cuyos sombreros salían conejos y nos dejaban mudos. Ahí nos hicimos valientes corriendo hasta el portón negro de la entrada con las manos tapándonos los oídos para no escuchar los gritos de la bruja y volver de inmediato a nuestro patio colmados de adrenalina. Tantos niños.
Dejé sobe la mesa la foto en la que esa niña que fui está con una de aquellas vecinas y respiré hondo. Frente a mí, el elegante vuelo de una garza blanca sobre el lago artificial del campo de golf me apartó de esa historia de la calle que quería escribir y me trajo de regreso a mi terraza, a esta otra vecindad de casas blancas y uniformes con techos de teja, cuyos habitantes hemos llegado de otras ciudades, vecinos que no compartimos raíces, que solo nos conocemos las caras y nos saludamos cordialmente las pocas veces que coincidimos en la calle sin niños jugando antes de entrar a nuestros hogares, donde luego doy la espalda a esa calle para sentarme en mi balcón frente al infinito verde del césped siempre bien segado del campo de golf, donde por internet aprendo los nombres de tantas aves que observo volar sobre el lago o posándose en los árboles impecablemente podados, donde me entero por las redes sociales del cumpleaños de esa vecina de la infancia que no festejaré, donde espero que esta ciudad, tan lejos de aquel patio, un día me adopte.
FIN
CALLE LORENZO RODRÍGUEZ. CIUDAD DE MÉXICO.
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