Había estado lloviendo durante días y no se podía salir a jugar. Luego de la escuela estaba condenado a la pieza del fondo: los trastos viejos, la cama de hierro, las baldosas desgastadas; la pieza del fondo de lo de mi abuela y mis horas imaginando.
Pero es sábado de tarde y ha parado un poco. En la calle no anda nadie, solo nosotros. Martín, Ronald el yanqui, el otro de nombre irrecordable y yo. Dos contra dos. Vamos perdiendo y es a diez. Me pasan la pelota y me quedo mirando como un idiota: por Ignacio Barrios bajan dos mormones. Rubios, pelo cortito, camisa blanca. Me la sacan otra vez. Como siempre a correr de atrás.
Entonces tendría diez años, no más. Mis padres se habían separado temporalmente y yo lo sufría en la carne. Con mi madre nos mudamos a una pensión cerca de la casa de mi abuela. Ellos negociaban la vuelta y me dejaban vagando en las hamacas de alguna placita. No tenía amigos de verdad, no sabía comportarme en sociedad. Me pusieron en el medio y me hicieron parte de algo que yo no quería. Así fue que terminé en ese barrio que casi no conocía. Lo demás era un escenario de fábricas fundidas y viejas de almacén. La Curva de Maroñas: Güemes e Ignacio Barrios, en el límite con Villa Española. Los carozos de palta para marcar las líneas; unas veces jugábamos al tenis, otras a la pelota.
Solo un minuto ha pasado y lo logramos empatar. El que mete el gol gana y lo tenemos que ganar. Necesito reivindicarme, dejar claro que también puedo jugar bien. El yanqui driblea y está a punto de patear. Martín le tira un viaje y le saca la pelota y aunque se discuta el juego se sigue igual. Martín corre y me manda un centro. Estiro la pierna, muevo todo el cuerpo. Pero soy un gordito torpe y no hay caso: no la puedo parar. La pelota corre mansa, se va; salta el cordón y en la esquina la para uno de los mormones.
Yo me arrimo a pedírsela. El tipo me mira desde su metro noventa. Arriesga una sonrisa para su compañero. La empieza a dominar luego y a pesar de su largura demuestra una gran destreza. La para con la cabeza, la levanta, hace jueguito. Que me la devuelva que la necesito, estamos tan solo a un gol. Pero no. No la devuelve. O no la devuelve bien. La levanta con el pie y la hace volar cruzando la calle. La pelota cae. Cámara lenta. Mi infancia aburrida e insoportablemente enferma. Todavía hoy la miro; la pelota justo encima de la reja. Queda clavada. El mormón pone la misma cara pero esta vez para nosotros. “Hasta luego” dice el monstro con el acento agringado. Mientras siento el vacío de lo que no se revuelve, los tipos se fugan a paso rápido. Empate.
FIN
ESQUINA DE GÜEMES E IGNACIO BARRIOS, CURVA DE MAROÑAS, MONTEVIDEO, URUGUAY
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