Invierno de 1976, estampa: la calle estaba cubierta de nieve, las puertas de las casas de alrededor estaban cerradas a cal y canto, y de las cornisas colgaban grandes carámbanos que, por su acusada diafanidad, casi pasaban desapercibidos. La gélida brisa calaba hasta el último resquiciode mi cuerpo, y la nítida luz hacía que mis ojos estuviesen entrecerrados.
Mis padres y yo esperábamos intranquilos en el portón principal de aquella luctuosa morada, hasta ahora deshabitada, al augusto casero, quien se disponía a darnos las llaves de nuestro nuevo hogar.
Eran las dos y veinte del mediodía y mientras el siniestro individuo se acercaba con andares altaneros, el chirriar de sus puntiagudas botas contra la superficie nevada hacía que se te erizasen, aún más, los pelos de la nuca.
La ancha cerradura del portón permitía que se colase el frío. A ambos lados del pasillo se erguían dos paredes repletas de retratos de personas hasta ahora desconocidas, y de frente se encontraban las escaleras que conducían a un segundo piso, donde se encontraban las habitaciones. Mis padres comenzaron a subir las maletas y todo tipo de bártulos embalados en cajas; mientras, yo miraba atónita todos aquellos rostros con aspecto demacrado. El casero, apoyado en el marco de la entrada, murmuró: “Cuidado, muchacha, en ocasiones, las personas ahí retratadas vagan errantes por este lugar…”. Cuando me quise dar cuenta, el sujeto había desaparecido, dejándome sola en aquel pasillo, rodeada de difuntos que parecían no quitarme ojo.
Verano de 1976, estampa: el sol iluminaba todas las fachadas de la acera de enfrente a la mansión, el canto de los pájaros y el olor a verano armonizaba los sentidos de los pocos vecinos que cruzaban la calle para ir a la panadería más cercana.
Eran las 5 y veinte y mis padres habían salido a la ciudad. Jugué durante toda la tarde. Mis padres no llegaban y la noche ya había caído. Me aterraba la idea de entrar en casa, las copas de los árboles se movían azuzadas por el viento, y en la calle no se veía ni a un solo alma pasar. En la parte alta de uno de los árboles, puede ver una especie de luces como un fuego fatuo que se acercaba a mí lentamente. Una sensación escalofriante comenzó a recorrer mi cuerpo, por lo que me apresuré a entrar en casa. Al dar la luz del pasillo, los cuadros de la pared estaban violentamente esparcidos por el suelo; mi ropa tenía sangre cuyo origen desconocía, pero no por mucho tiempo, pues por el rabillo del ojo pude observar cómo mi antebrazo izquierdo no dejaba de manar sangre, mientras mi otra mano dejó caer, como si de una acto reflejo se tratase, un pedazo de vidrio. La lámpara de araña comenzó a perder luminiscencia a medida que los difuntos me rodeaban. Invierno de 2016, estampa: oscuridad.
Avenida: Jose Antonio
Campaspero
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