Como en un paisaje después de la batalla, hago un recuento de las bajas y un inventario de las pérdidas producidas a lo largo del tiempo.

Observo la densa circulación por donde antes sólo transitaban algunos  tranvías y muy pocos coches y se cruzaba la calzada casi sin mirar.

Las dos aceras fueron escenario de mis juegos infantiles, sobre todo del futbol al que jugábamos con una pelota de trapo que había que rehacer continuamente. ¿Qué habrá sido de Luís, de Antonio, de Paco? ¿O de Fede, el  del quiosco, que jugaba partidos él solo y simultáneamente los narraba en voz alta?  ¿Y de Teresa, la niña de tez morena, trenzas de un azabache reluciente y brillantes ojos oscuros?

La tintorería Coral sigue en el mismo lugar pero, claro, la señora Pilar ya no está. Y otro tanto ocurre con la farmacia donde el señor Urbano nos ponía las inyecciones.

En la esquina hay tres establecimientos que ya estaban cuando yo era pequeño. En el bar “Morrison” se tomaba el aperitivo y se sigue tomando. Enfrente, un bar de tapas, el “Rías Gallegas”, que es heredero de un club de alterne. Y finalmente un restaurante japonés donde antes estuvo el de mi familia desde  los años veinte hasta los ochenta del siglo pasado.

A  partir de ahí debo esforzarme para situar en el espacio mis recuerdos porque las huellas son difíciles de rastrear. 

El señor Antonio, el barbero, era un hombre serio, con el pelo negro teñido y peinado con fijador, bigote recortado y acento de Lleida. Una heladería ocupa hoy su local.

En la misma acera estaba la desaparecida carbonería del señor Pedro, siempre tiznado, obeso y con unas gafas de cristales de culo de botella.

Los locales donde estaban el colmado, el guardamuebles, la carpintería y la herrería se dedican a otras actividades y una academia de idiomas ocupa el lugar de la lechería, donde aún había vacas.

El horno de pan del orondo señor Josep era de leña y el olor a pan recién hecho no lo he olvidado nunca.

La pequeña mercería de Margarita albergaba en su interior miles de pequeños objetos, hilos, botones y bisutería y también cogían puntos de media. Lo que más me llamaba la atención de la dueña era su prestancia, siempre bien maquillada y con un precioso collar de perlas de dos vueltas.

Finalmente me detengo ante el sencillo edificio modernista en uno de cuyos pisos viví hasta que en la adolescencia me marché a vivir a Bruselas. El piso, largo y estrecho, de muchas habitaciones y escasa luz, tiene abundantes detalles decorativos propios del estilo y de él recuerdo sobre todo la tribuna de forja y vidrios emplomados donde los Reyes Magos nos dejaban los regalos. Cincuenta años después he vuelto a despedirme de mi primer hogar y a recordar a mi familia de la que ya no queda nadie. Nostalgia, recuerdos…

Calle Rosellón 301 entre Bruc i Girona. Barcelona.

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Es el edificio de las tribunas.

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Decoración modernista.

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