Eran las doce del mediodía, yo sentada en una sencilla cafetería de barrio esperando ver tus oscuros ojos atravesar aquellas oxidadas verjas, mientras mi pulso se aceleraba y yo intentaba disimular la tensión leyendo el periódico, confiaba que saltara una notificación emergente en mi móvil, que anunciara que te demorabas cinco minutos más, pero sin evitarlo mi pensamiento voló a la última vez que había vuelto aquella calle a buscarte.
Mi mente evocó el recuerdo de aquella tarde que no tenía nada de especial, y en la que me acerque a tu calle en aquel pueblo, buscando recordarte, sólo esperaba ver el contoneo de tus piernas caminando por la acera, saludar a tus vecinos y que alguien te comentara que me habían visto por allí. Así que al llegar con mi coche me aparqué, respetando nuestro ritual de estacionamiento, donde siempre te había gustado dejar tu coche. Aquella calle, tú calle, había cambiado tanto, las casa parecían mucho más altas y los pequeños comercios ya tenían rótulos. La casa de la que una madrugada me marché, ya no sé si sería tu casa, pero había teñido su fachada de color rojo, más apasionado aún que los días ardientes que dentro habíamos vivido juntos.
Te extrañé tanto, como mismo eche de menos el olor a gasolina de la zona, pero ya el dulce aroma a bollería había endulzado el ambiente de aquella vía, me pregunté si sería una señal, de qué no sólo se había acaramelado algo más que el aire sino también tu corazón roto. Sin poder quitarme las gafas de sol, a pesar de que el sol empezaba a esconderse, observé desde el asiento de mi coche como de la floristería de al lado de tu casa habían salido una decena de varones con ramos de rosas, como aquellas que siempre esperaba en cada aniversario, para las que guardaba con recelo un rincón en la mesa y que un día había dejado de soñar…
Se acercó había a mí, la regente del local y me despertó de mis recuerdos, el reloj que en todo este viaje jamás se había detenido, ya marcaba las doce y cuarto, pedí un café y me propuse esperar un poco más. Las campanas de la iglesia de la calle de arriba, donde un día soñamos con casarnos, dieron las doce y media, tú no ibas aparecer y yo tenía que huir de aquel lugar. Dejé una moneda sobre la mesa, y como si de una carrera de marcha se tratará abandoné aquella calle para volver a mi coche y empezara llorar, aquel mismo coche con el que un día había pasado por tu allí para volver a pedirte perdón y con el que hoy había llegado hasta aquella avenida llena de recuerdos. Bajé la ventanilla y miré en esta ocasión y ya por última vez, aquel lugar donde había sido tan feliz y que guardaría entre sus jardineras y los cubículos de sus edificios nuestros mejores recuerdos.
Calle Agustín Millares
Armeñime, Adeje.
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