Esta mañana hay algo oculto en las paredes del Café Tortoni. Se respira como siempre la cafeína, el pan tostado y los turistas guiados que atraviesan el lugar en una estampida de flashes, sonrisas e idiomas varios de países lejanos. Al fondo, en la esquina más discreta, una efigie de Borges tallada en madera representando sus años más decrépitos, y en la mesa contigua, como si lo conocieres, estabas tu. Tenías el rostro imperial en ruinas erguido en las alturas para demostrar que, al igual que a José Alfredo, Borges y este café, el afán te conservaría reina. Lanzas la mirada por todo lo largo del pasillo principal y observas entre cada abrir y cerrar de puerta el aliento catastrófico que inhalan y exhalan los peatones. Un mesero trunca la puerta para que permanezca abierta dejando entrar a sus interiores un pequeño trozo de la Gran Buenos Aires. Clavas toda tu atención en el vagabundo adiposo que esta postrado frente al edificio con un letrero de cartón colgado del cuello estableciendo en tinta indeleble: me estoy muriendo. Portador de una sentencia tan irrebatible que, ya fuese por demagogia política o una más íntima, más valía ser ignorado. Hasta entonces te percataste de que por cinco años ininterrumpidos te habías sentado en esa misma silla y habías leído todas las 3,450 veces aquel letrero de cartón que poco a poco se fue tornando en la mas certera y genuina de las verdades; indiferente y paciente hasta llegar esta mañana, justamente esta mañana. -no puede ser casualidad- dijiste. Una sonrisa irónica forcejeó tus labios como un lamento y entendiste que las verdaderas tragedias no son más que la espera de ese punto en que los demonios convergen a desencadenar la fatalidad siniestra; asesina de esperanzas vanas, de la fe necia en su ceguera. Capaz de reproducir toda la tristeza del mundo en un sólo acto. Respirabas en el aire el preámbulo lúgubre del escenario común de las patadas de ahogado y las ultimas palabras; del ultimo cigarrillo insomne en un domingo por la madrugada, del microsegundo concluyente en el abrazo de una despedida absoluta. Te levantaste y soltaste una sustanciosa propina. Al salir encaraste por última vez aquel antiguo templo del pensamiento ilustre. Apagaste el cigarrillo en su tapete y caminaste sobre la Avenida de Mayo como alma errante que, sin la menor preocupación, se sumergía a las aguas diáfanas del Aqueronte. Lo abandonaste así sin más mientras transcurría, sin una miga de sospecha, la mañana más sombría de su historia. 

FIN
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AVENIDA DE MAYO, BUENOS AIRES, ARGENTINA.

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